Los Hijos de Anansi

—Pasa.

 

La se?ora Higgler siguió a la se?ora Dunwiddy hasta la cocina. La se?ora Dunwiddy volvió a lavarse las manos y siguió rellenando el pavo con miga de pan de maíz empapada en leche.

 

—?Esperas visita?

 

La se?ora Dunwiddy emitió un sonido ininteligible.

 

—Siempre es bueno tener algo preparado por si acaso —respondió—. ?No piensas contarme de qué se trata?

 

—El hijo de Nancy. Gordo Charlie.

 

—?Qué le pasa?

 

—Bueno, la semana pasada, cuando estuvo aquí por lo del funeral, le conté lo de su hermano.

 

La se?ora Dunwiddy sacó la mano del interior del pavo.

 

—?Y qué? Tampoco es el fin del mundo —replicó.

 

—Le dije lo que tenía que hacer para ponerse en contacto con su hermano.

 

—Aahh —exclamó la se?ora Dunwiddy, aquella única sílaba le bastaba para dejar claro que lo desaprobaba—. ?Y?

 

—Pues que se le ha presentado allí, en Inglaterra. Al pobre chico lo está volviendo tarumba.

 

La se?ora Dunwiddy cogió un pu?ado de miga de pan y lo metió dentro del pavo con tal fuerza que podría haberle saltado los ojos al animal —de haberlos tenido, claro.

 

—No sabe cómo deshacerse de él, ?me equivoco?

 

—No, se?ora.

 

La miró con sus penetrantes ojillos a través de los gruesos cristales de las gafas y dijo:

 

—Yo ya lo hice una vez. No puedo volver a hacerlo. Así no.

 

—Ya lo sé. Pero algo tenemos que hacer.

 

La se?ora Dunwiddy suspiró.

 

—Es verdad eso que dicen: ?Siéntate a la puerta de tu casa y un día verás pasar el cadáver de tu enemigo?.

 

—?No hay ninguna otra cosa que podamos hacer?

 

La se?ora Dunwiddy terminó de rellenar el pavo. Cogió un palillo, juntó ambos extremos de la piel y cerró el hueco para evitar que se saliera el relleno. A continuación, cubrió el pavo con papel de aluminio.

 

—Me parece —dijo— que no lo voy a asar hasta ma?ana por la ma?ana, a última hora. Estará listo para después de comer y volveré a calentarlo en el horno en el último momento para cenar.

 

—?Quién viene a cenar? —preguntó la se?ora Higgler.

 

—Tú —respondió la se?ora Dunwiddy—, Zorah Bustamonte, Bella Noles... y Gordo Charlie Nancy. Seguramente el chico llegará con hambre.

 

La se?ora Higgler preguntó:

 

—?Va a venir a Florida?

 

—Qué chica esta, ?estás sorda o qué? —replicó la se?ora Dunwiddy. La se?ora Dunwiddy era la única que podía llamar ?chica? a la se?ora Higgler sin que sonara ridículo—. Vamos, ayúdame a meter el pavo en la nevera.

 

No sería ninguna exageración afirmar que aquella noche fue para Rosie la noche más maravillosa de toda su vida: mágica, perfecta, increíblemente increíble. No podía dejar de sonreír, ni queriendo. Había cenado como una reina y, al terminar, Gordo Charlie la había llevado a bailar. Escogió un salón de baile como los de antes; había una peque?a orquesta, las mujeres levaban vestidos en tonos pastel, y se deslizaban con elegancia por la pista de baile. Se sentía como si se hubieran embarcado juntos en un viaje a través del tiempo y hubieran aterrizado en otra época más romántica y elegante. Rosie había estado recibiendo clases de baile desde los cinco a?os, pero nunca había encontrado con quién bailar.

 

—No tenía ni idea de que supieses bailar —le dijo.

 

—Hay tantas cosas que aún no sabes de mí —respondió él.

 

Aquello la hacía muy feliz. Dentro de poco, estarían casados. ?Que había cosas que ella aún no sabía de él? Fantástico. Tenía toda una vida para ir descubriéndolas. Le esperaban toda clase de sorpresas.

 

Se fijó en el modo en que las demás mujeres, y también los hombres, miraban a Gordo Charlie, que caminaba a su lado, y se sintió orgullosa de ser ella la mujer que iba cogida de su brazo.

 

Cruzaron Leicester Square y arriba, en el cielo, Rosie vio las estrellas brillar, a pesar de la contaminación lumínica.

 

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