—Haré lo que pueda pero, al acabar la jornada, tenemos la obligación de enviar a la Fiscalía General del Estado toda la información que hayamos podido recopilar. —Daisy se preguntaba qué grado de influencia tendría realmente aquel hombre sobre el Súper—. Dígame, ?qué fue lo que despertó sus sospechas?
—Ah, sí. Honestamente, y con toda franqueza, he de admitir que fue cierto cambio en su actitud lo que me llamó la atención en un principio. Ya sabe, un perro que no ladra en toda la noche, la manera en la que una hoja de perejil se hunde en la mantequilla. Para un detective los peque?os detalles resultan muy significativos, ?no le parece, detective Day?
—Ejem, agente detective Day, en realidad. Bien, déjeme esas copias —dijo— y cualquier otro documento que pueda ser relevante; extractos bancarios y demás. Puede que tengamos que llevarnos el terminal, para revisar el disco duro.
—Perfectupuesto —replicó. Sonó el teléfono que tenía encima de la mesa—. ?Me disculpa un momento? —y contestó—: ?Ya está aquí? Santo Cielo. Bien, dígale que me espere ahí mismo. Voy enseguida. —Colgó el teléfono—. Creo —le dijo a Daisy— que esto es lo que ustedes, los policías, llaman un acontecimiento digno de quedar registrado en los anales.
Daisy alzó una ceja.
—El famoso Charles Nancy en persona ha venido a verme. ?Quiere interrogarle? Si lo desea, puede usar mi despacho como sala de interrogatorios. Incluso me parece que tengo una grabadora que podría prestarle.
Daisy respondió:
—No será necesario. Antes de nada, debo revisar toda la documentación.
—Claro, por supuesto —dijo Grahame Coats—, qué estúpido soy. Esto... ?querría... querría usted echarle un vistazo?
—No veo que eso pueda serme de ninguna utilidad —replicó Daisy.
—Oh, por supuesto, yo no le diría nada de que está usted investigándole —le aseguró Grahame Coats—. Si lo hiciera, cogería el primer avión con destino a cualquier paraíso fiscal antes de que pudiéramos decir ?pruebas prima facie?. Francamente, me gusta pensar que soy extremadamente sensible a los obstáculos que dificultan la labor policial en nuestros días.
Daisy pensó que quienquiera que se dedicara a robar a aquel hombre, no podía ser tan malo. Pero descartó inmediatamente aquel pensamiento por no considerarlo digno de un agente de policía.
—La acompa?aré a la salida —se ofreció Grahame Coats.
Había un hombre sentado en la sala de espera. Tenía pinta de haber dormido con la ropa puesta. No se había afeitado y parecía algo confuso. Grahame Coats le hizo una se?a a Daisy y se?aló al hombre con un gesto de la cabeza. A continuación, dijo en voz alta:
—Charles, Santo Cielo, pero mírate. Tienes un aspecto horrible.
Gordo Charlie le miró con ojos vidriosos.
—No pude volver a mi casa anoche —explicó—. El taxista se hizo un lío.
—Charles —dijo Grahame Coats—, te presento a la agente detective Day, de la Policía Metropolitana. Ha venido a comprobar unos detalles, meras formalidades.
Gordo Charlie se dio cuenta por primera vez de que había alguien más allí. Trató de enfocar la mirada y distinguió una figura con un traje muy serio, seguramente un uniforme. Luego, vio la cara de la mujer.
—Esto... —dijo.
—Buenos días —le saludó Daisy.
Aquéllas fueron las palabras que salieron de su boca, pero mentalmente lo que estaba diciendo era: joder joder joder...
—Encantado de conocerla —dijo Gordo Charlie.
Desconcertado, hizo algo que no había hecho nunca: se imaginó a una agente de policía uniformada sin el uniforme, y, para su sorpresa, su imaginación recordaba con todo lujo de detalles el cuerpo desnudo de la chica al lado de la cual se había despertado a la ma?ana siguiente de aquella celebración en memoria de su padre. El uniforme le hacía parecer algo mayor, le daba un aire más adusto y bastante más temible, pero era ella, sin duda.
Al igual que los demás seres humanos, Gordo Charlie tenía una especie de barómetro interno para medir el grado de inverosimilitud de las cosas que a uno le suceden. En su caso, la aguja llevaba varios días en el punto máximo de la escala —por momentos, incluso fuera de la escala—. Pero en ese preciso instante, el barómetro se hizo a?icos, directamente. De ahora en adelante, pensó, ya nada podría volver a sorprenderle. Nada, por más absurdo que fuera. Aquél era el colmo de todos los colmos.
Pero, por supuesto, se equivocaba.
Gordo Charlie se quedó mirando a Daisy mientras abandonaba las oficinas y, a continuación, siguió a Grahame Coats hasta su despacho.
Grahame Coats cerró la puerta con aire resuelto. Luego, se sentó en la esquina de la mesa y sonrió; era la sonrisa de una comadreja que se ha quedado encerrada en un gallinero lleno de sabrosas gallinas.
—Vayamos al grano —dijo—. Pongamos las cartas sobre la mesa. No nos andemos por las ramas. Vamos —siguió abundando en la idea— a llamar al pan, pan y al vino, vino.