Los Hijos de Anansi

—Lo de anoche... —dijo ella y, a continuación, hizo una pausa. Luego, continuó—: ?fue igual de maravilloso para ti?

 

—No lo sé —respondió Ara?a—. Para mí fue bastante maravilloso. Supongo que eso es un sí.

 

—Hum —dijo ella.

 

Ambos callaron unos segundos.

 

—?Charlie? —dijo Rosie.

 

—Hum... ?sí?

 

—Me gusta, incluso, cuando no hablamos, me basta con saber que estás al otro lado.

 

—A mí también —repuso Ara?a.

 

Disfrutaron un rato más de su mutuo silencio, saboreándolo, alargándolo un poco más.

 

—?Quieres venir esta noche a mi casa? —le propuso Rosie—. Mis compa?eros de piso se han ido de acampada a Cairngorms.

 

—Esa —replicó Ara?a— es una firme candidata al título de frase más bonita jamás pronunciada: ?Mis compa?eros de piso se han ido de acampada a Cairngorms?. Es poesía en estado puro.

 

Ella soltó una risita.

 

—Qué bobo eres. Esto... Tráete el cepillo de dientes.

 

—Oh. Ooh. Vale.

 

Y tras unos minutos de jugar a ?cuelga tú?, ?no, tú primero?, como si fueran dos quincea?eros con sobredosis de hormonas, colgaron el teléfono.

 

Ara?a esbozó una sonrisa beatífica. Un mundo del que Rosie formaba parte era, sin duda, el mejor de los mundos posibles. Se había levantado la niebla y el mundo había dejado de ser un lugar sombrío.

 

Ara?a no se planteó siquiera dónde podía estar su hermano. ?Por qué habría de preocuparse de una cosa tan trivial? Los compa?eros de piso de Rosie estaban en Cairngorms, ?y esa noche? Esa noche se llevaría su cepillo de dientes.

 

El cuerpo de Gordo Charlie estaba a bordo de un avión que volaba rumbo a Florida; iba encajonado en el asiento central de una fila de cinco y se había quedado profundamente dormido. Una verdadera suerte, porque los retretes de la parte trasera se habían estropeado en el mismo instante en que el avión despegó y, aunque los auxiliares de vuelo habían colgado carteles de No funciona en las puertas de los aseos, la peste seguía siendo insoportable y se iba extendiendo por toda la cabina como una nube tóxica de baja intensidad. Los bebés berreaban, los adultos refunfu?aban y los ni?os lloriqueaban. Un grupo de pasajeros que iban a Disneyworld, y que habían decidido dar por inauguradas sus vacaciones al subirse al avión, se pusieron a cantar. Cantaron el tema principal de La Cenicienta, el de La Sirenita, la canción del Tigre de Winnie the Pooh, la de los enanitos de Blancanieves e, incluso, creyendo que también era de Disney, no dudaron en atacar un tema de El mago de Oz.

 

Cuando el avión volaba ya a cierta altura, se descubrió que, por error, habían olvidado subir a bordo los menús destinados a la clase turista. Alguien había cambiado los almuerzos por paquetes de desayuno y, por tanto, los pasajeros tendrían que conformarse con una caja individual de cereales y un plátano cada uno, que tendrían que comerse con tenedores y cuchillos de plástico porque, para más inri, tampoco había cucharas lo que, en el fondo, daba igual, porque también habían olvidado la leche con la que se suelen mezclar los cereales.

 

Fue un vuelo infernal, pero Gordo Charlie se lo pasó durmiendo.

 

Gordo Charlie so?aba que estaba en un salón inmenso, vestido con un traje normal y corriente. Rosie estaba a su lado, llevaba un vestido de novia blanco, y al lado de Rosie, en el mismo estrado, estaba su madre, hecha un adefesio, también vestida de novia, pero su vestido estaba lleno de polvo y telara?as. Allá lejos, en el horizonte de aquel inmenso salón, había gente que disparaba y alzaba banderas blancas.

 

?Son los de la Mesa H —dijo la madre de Rosie—. No les hagas caso.?

 

Gordo Charlie se volvió a mirar a Rosie. Ella le dedicó una sonrisa dulce y encantadora, y, acto seguido, se pasó la lengua por los labios.

 

?La tarta?, dijo Rosie.

 

Aquélla era la se?al para que la orquesta empezase a tocar. Era una banda de jazz de Nueva Orleans y estaba tocando una marcha fúnebre.

 

El ayudante del chef era una agente de policía y tenía unas esposas en la mano. El chef llevó el carrito con la tarta hasta el estrado.

 

?Venga —le decía en su sue?o Rosie—, corta la tarta.?

 

Los de la Mesa B —que no eran personas de carne y hueso, sino dibujos animados del tama?o de un ser humano— se pusieron a cantar canciones de Disney. Gordo Charlie sabía que aquellos dibujos querían que él cantara también. Incluso estando dormido, la idea de cantar en público le producía un pánico espantoso, se le doblaban las piernas y le picaban los labios.

 

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