Los Hijos de Anansi

Entre los dos, sobre el asiento, había una bolsa de papel de estraza.

 

El vetusto coche de la se?ora Higgler no tenía soporte para vasos, así que sujetaba entre los muslos su gigantesca taza mientras conducía. Por lo visto, el coche también era anterior a la invención del aire acondicionado, así que llevaba todas las ventanillas abiertas. A Gordo Charlie no le importaba. Después del frío húmedo y desapacible de Inglaterra, uno agradecía aquel clima tan caluroso. La se?ora Higgler cogió la carretera de peaje en dirección sur. Iba hablando mientras conducía: le contó cómo había sido el último huracán, y que había llevado a su sobrino Benjamin al Seaworld y a Disneyworld y que aquellos parques temáticos ya no son lo que eran, le explicó no sé qué de la normativa urbanística, del precio de la gasolina, le contó palabra por palabra lo que le había contestado al médico cuando éste le recomendó que se pusiera una prótesis de cadera, se quejó de los turistas que daban de comer a los caimanes, y de que la gente siguiera empe?ándose en construir casas en la playa y luego se sorprendiera cuando la playa o la casa desaparecían o cuando los caimanes devoraban a sus perros. Gordo Charlie escuchaba su cháchara como quien oye llover. Al fin y al cabo no era más que eso, cháchara.

 

La se?ora Higgler aminoró la velocidad y sacó su tiquet al pasar por el peaje. Había dejado de hablar. Parecía pensativa.

 

—Así que —dijo—, por fin has conocido a tu hermano.

 

—La verdad —dijo Gordo Charlie—, no sé por qué no me previno usted.

 

—Ya te dije que era un dios.

 

—Sí, pero no me dijo que es mil veces peor que un dolor de muelas.

 

La se?ora Higgler hizo un gesto de quitarle importancia y bebió un largo trago de café.

 

—?No podemos parar un momento a comer algo en cualquier sitio? —inquirió Gordo Charlie—. En el avión no nos dieron más que cereales y un plátano. Tampoco tenían cucharas. Y se quedaron sin leche antes de llegar a la fila en la que yo iba sentado. Nos pidieron disculpas y nos dieron vales de comida a modo de compensación.

 

La se?ora Higgler negó con la cabeza.

 

—Podría haber canjeado mi vale por una hamburguesa en el bar del aeropuerto.

 

—Ya te lo he dicho —dijo la se?ora Higgler—, Louella Dunwiddy te tiene preparado un pavo. ?Cómo crees que se sentirá si llegas sin hambre porque te has atiborrado en un McDonald's, eh?

 

—Pero es que me muero de hambre. Y aún tardaremos más de dos horas en llegar.

 

—Ni mucho menos —replicó ella con convicción—. Te aseguro que, conmigo al volante, llegaremos mucho antes.

 

Y, dicho esto, pisó a fondo el acelerador. A ratos, mientras la camioneta color burdeos corría a trompicones por la autopista, Gordo Charlie cerraba los ojos y los apretaba con fuerza mientras pisaba con el pie izquierdo un imaginario pedal de freno. Era un ejercicio agotador.

 

Bastante menos de dos horas más tarde, dejaron atrás la autopista de peaje para coger la autovía. Pasaron por delante del Barnes and Noble y del Office Depot. Dejaron atrás las fastuosas mansiones de los multimultimillonarios, todas ellas dotadas de sofisticadas medidas de seguridad. Se adentraron por las calles de los barrios residenciales más antiguos, y a Gordo Charlie le dio la impresión de que ya no tenían un aspecto tan cuidado como cuando él era ni?o. Pasaron por delante de un restaurante indio que servía comida para llevar, y de otro en cuyas ventanas se veía la bandera jamaicana junto con carteles hechos a mano que recomendaban las especialidades de la casa: estofado de rabo de buey con arroz, refresco natural de jengibre y pollo al curry.

 

A Gordo Charlie se le hacía la boca agua sólo con leer el cartel y empezaron a sonarle las tripas.

 

Un bandazo y un brinco. Las casas que se veían ahora desde el coche eran aún más viejas y, esta vez, todo aquello le resultaba familiar.

 

Aquellos estrafalarios flamencos de plástico en el jardín delantero de la se?ora Dunwiddy seguían siendo el elemento más pintoresco de todo el vecindario, aunque el sol se había ido comiendo la pintura original y ya estaban más cerca del blanco que del rosa. También había, una bola de azogue de esas que se usan para adornar los jardines; Gordo Charlie, que aún no se había fijado en ese detalle, se llevó un susto de muerte cuando vio su cara reflejada en la curva superficie de la bola, pero enseguida reconoció el objeto y se quedó más tranquilo.

 

—?Tan mal están las cosas... entre tú y Ara?a? —le preguntó la se?ora Higgler casi en la misma puerta de la casa.

 

—Para que se haga una idea —respondió Gordo Charlie—, le diré que tengo motivos para creer que se está acostando con mi futura esposa. Cosa que yo todavía no he conseguido hacer.

 

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