Los Hijos de Anansi

Dio un paso atrás para apartarse del borde.

 

A continuación, se dio la vuelta y echó a andar en dirección a las monta?as. Eran tan altas que, desde donde él estaba, ni siquiera divisaba sus cumbres; tan altas, que llegó a convencerse de que se estaban derrumbando sobre él, de que un monumental desprendimiento de rocas acabaría arrastrándolo y sepultándolo para siempre. Se obligó a bajar la vista y a mantener los ojos fijos en el terreno que pisaba, y al hacerlo vio que, casi al nivel del suelo, había unos agujeros que parecían dar entrada a una serie de cuevas naturales.

 

La franja de terreno que pisaba, entre la pared de roca y el despe?adero, debía de tener una anchura de unos cuatrocientos metros escasos: un camino de tierra plagado de piedras, con algunos matorrales aquí y allá y, muy de vez en cuando, algún que otro árbol. El sendero parecía ascender por la ladera de la monta?a hasta perderse, mucho más arriba, entre la bruma.

 

?Alguien me observa?, pensó Gordo Charlie.

 

—?Hola? —gritó, y alzó de nuevo la vista—. ?Hola? ?Hay alguien ahí?

 

Un hombre salió de la cueva más cercana. Su piel era mucho más oscura que la de Gordo Charlie —más, incluso, que la de Ara?a—, pero sus largos cabellos eran de un rubio no muy claro, y enmarcaban su rostro como la melena de un león. Llevaba una andrajosa piel de león alrededor de la cintura con su correspondiente cola en la parte de atrás. De pronto, la cola se movió para espantar una mosca que se había posado sobre el hombro del desconocido.

 

El tipo gui?ó sus dorados ojos.

 

—?Quién eres tú? —rugió—. ?Y quién te ha autorizado a llegar hasta aquí?

 

—Soy Gordo Charlie Nancy —respondió él—. Anansi, la Ara?a, era mi padre.

 

El hombre asintió con su imponente cabeza.

 

—?Y por qué has venido hasta aquí, Compé hijo de Anansi?

 

Aparentemente, allí no había nadie más, pero Gordo Charlie tenía la sensación de que había más gente escuchándoles, más voces que callaban, más oídos que escuchaban con atención. Gordo Charlie habló en voz muy alta, para que quienquiera que pudiera estar escuchando oyera con claridad sus palabras:

 

—Mi hermano está destrozándome la vida. No tengo poder sobre él para hacer que se marche.

 

—?Así que has venido en busca de ayuda? —inquirió el León.

 

—Sí.

 

—Y ese hermano tuyo, ?es como tú? ?También él es de la sangre de Anansi?

 

—No es en absoluto como yo —respondió Gordo Charlie—, él es uno de los vuestros.

 

Un movimiento fluido y dorado; el hombre–león acababa de saltar —grácil, con parsimonia— desde la entrada de la cueva, salvando casi cincuenta metros de rocas en apenas un segundo. Ahora estaba al lado de Gordo Charlie. Movía su cola de león con aire impaciente.

 

Se cruzó de brazos y miró a Gordo Charlie:

 

—?Por qué no te ocupas tú mismo de eso?

 

Gordo Charlie tenía la boca seca. También notaba cierta aspereza en la garganta. La criatura que tenía delante, de una altura superior a la de cualquier ser humano, no olía tampoco como un ser humano. Sobre el labio superior asomaban dos colmillos.

 

—No puedo —replicó Gordo Charlie con voz de pito.

 

Por la abertura de otra cueva, un poco más allá, se asomó un gigantesco hombre. Tenía la piel oscura pero más bien grisácea y rugosa, formando pliegues; sus piernas eran rectas y enormes, como columnas.

 

—Si te has peleado con tu hermano —dijo—, debes recurrir a tu padre y dejar que sea él quien juzgue lo que ha de hacerse. Ambos acataréis la decisión del cabeza de familia. ésa es la ley.

 

Dicho esto, volvió a su cueva y emitió un sonido que parecía salir de la parte posterior de su nariz y de su garganta —algo similar al sonido de una trompeta—, y Gordo Charlie comprendió que el que acababa de hablar era el Elefante.

 

Gordo Charlie tragó saliva.

 

—Mi padre ha muerto —dijo, y su voz sonó clara; más limpia y potente de lo que esperaba. Sus palabras rebotaron contra la pared de roca, y el eco se la devolvió multiplicada por cien desde otras tantas cuevas. ?Muerto muerto muerto muerto muerto?, dijo el eco—, por eso he venido hasta aquí.

 

—No siento gran estima por Anansi —dijo el León—. En una ocasión, hace ya mucho tiempo, me ató a un le?o e hizo que una mula me arrastrara por el suelo hasta el trono de Mawu, el que todo creó.

 

El León rugió al recordar aquel episodio, y Gordo Charlie deseó no estar allí.

 

—Sigue tu camino —le dijo el León—. Quizá encuentres a alguien que quiera ayudarte, pero no cuentes conmigo.

 

Y el Elefante dijo:

 

—Ni conmigo. Tu padre me la jugó y se comió la grasa de mi barriga. Me dijo que me estaba haciendo unos zapatos y en lugar de eso me guisó. No dejó de reírse mientras me comía. Yo nunca olvido.

 

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