—Me alegra comprobar que al menos una de vosotras está a lo que está —dijo la se?ora Dunwiddy.
La se?ora Noles encendió las velas, comentando de paso lo bien que prendían los pingüinos y lo monos que eran.
La se?ora Bustamonte sirvió cuatro copas del jerez que había quedado en la botella.
—?Para mí no hay jerez? —preguntó Gordo Charlie, aunque no le apetecía. La verdad es que no le gustaba el jerez.
—No —respondió, tajante, la se?ora Dunwiddy—, tú no bebes. Tienes que estar bien lúcido.
Cogió su bolso y sacó un peque?o pastillero dorado.
La se?ora Higgler apagó las luces.
Ahora los cinco estaban sentados en torno a la mesa, a la luz de las velas.
—?Y ahora qué? —preguntó Gordo Charlie—. ?Nos cogemos de las manos y convocamos a los vivos?
—Nada de eso —susurró la se?ora Dunwiddy—. Y haz el favor de no volver a abrir la boca.
—Perdón —se excusó Gordo Charlie, e inmediatamente se arrepintió de haberse disculpado.
—Escucha —le dijo la se?ora Dunwiddy—, te vamos a mandar a un lugar en el que podrán ayudarte. Pero, cuidado, no les des nada ni les hagas ninguna promesa. ?Queda claro? Si tienes que darle algo a alguien, asegúrate de recibir a cambio algo del mismo valor. ?Estamos?
Gordo Charlie estuvo a punto de responder con un ?sí?, pero se mordió la lengua a tiempo y, en lugar de ello, asintió con la cabeza.
—Así me gusta —dijo la se?ora Dunwiddy y, a continuación, se puso a bisbisear con su voz de centenaria, temblorosa y quebradiza.
La se?ora Noles murmuraba, pero su salmodia resultaba más melódica, y su voz era también más aguda y potente.
La se?ora Bustamonte no murmuraba, más bien silbaba de forma intermitente, con un sonido sibilante similar al de una serpiente, que empezaba en el mismo tono que el murmullo y luego subía y bajaba alternativamente.
La se?ora Higgler se unió al coro. No murmuraba ni silbaba: su voz era como un zumbido, muy parecido al de una mosca en el cristal de una ventana. Apoyaba la lengua en los dientes y la hacía vibrar. Parecía como si tuviera la boca llena de enloquecidas abejas que zumbaran al chocar contra sus dientes intentando escapar.
Gordo Charlie se preguntaba si debía unirse también al cántico, pero no tenía ni idea de qué ruido sería el adecuado, así que intentó concentrarse y no dejar que aquel extra?o cántico le distrajese.
La se?ora Higgler echó una pizca de tierra roja en la ensaladera. La se?ora Bustamonte, a su vez, a?adió una pizca de tierra amarilla. La se?ora Noles hizo lo propio con una pizca de tierra marrón, mientras la se?ora Dunwiddy se inclinaba hacia delante, en un movimiento lento y dificultoso, y echaba un pegote de barro negro.
La se?ora Dunwiddy bebió un sorbo de jerez. Luego, con sus dedos sarmentosos y torpes, sacó algo del pastillero y lo dejó caer sobre la llama de la vela. Por un segundo, un aroma de limón inundó el comedor, pero fue inmediatamente reemplazado por un simple olor a quemado.
La se?ora Noles empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa. Seguía murmurando. Las vacilantes llamas de las velas proyectaban ahora sobre las paredes una danza de inmensas sombras. La se?ora Higgler siguió a la se?ora Noles, pero las yemas de sus dedos marcaron un ritmo distinto: más rápido, más fuerte. De la mezcla de ambos, surgió un nuevo ritmo.
En la cabeza de Gordo Charlie todos aquellos sonidos —murmullos, silbidos, zumbidos y tamborileos— se entremezclaban y provocaban un efecto extra?o. Empezaba a sentirse levemente mareado. Todo aquello resultaba muy peregrino. Nada tenía demasiado sentido. En los sonidos que producían las cuatro mujeres empezó a oír ruidos selváticos o el crepitar de un fuego inmenso. Sus dedos se relajaron y adquirieron una elasticidad como de goma, y tenía la impresión de que una distancia inconmensurable le separaba ahora de sus propios pies.
Entonces, tuvo la sensación de que estaba en algún lugar por encima de ellas, por encima de todo, y de que allá abajo había cinco personas sentadas alrededor de una mesa. Una mujer de las que estaban sentadas a la mesa se movió y echó algo en la ensaladera que había en el centro y provocó una llamarada tan brillante que dejó momentáneamente ciego a Gordo Charlie. Cerró los ojos, pero fue aún peor. Incluso con los ojos cerrados, la luz era tan intensa que resultaba dolorosa.
Se frotó los ojos. Miró a su alrededor.
A su espalda, se erguía una altísima pared de escarpadas rocas: era una monta?a. Justo delante de él, la roca hacía un corte, dando lugar a un interminable despe?adero. Se acercó al borde y, con recelo, echó un vistazo hacia abajo. Vio unas manchas blancas que le parecieron ovejas hasta que se dio cuenta de que en realidad eran nubes —nubes enormes, blancas, esponjosas—, y estaban a muchos, muchísimos kilómetros de él. Y bajo las nubes, nada: sólo un cielo azul. Pensó que si seguía mirando, podría distinguir la oscuridad del espacio exterior, y más allá de la oscuridad, el gélido brillo de las estrellas.