Los Hijos de Anansi

—?Vas a tardar mucho? —preguntó Carol—. No sé si lo sabes, pero ése no es tu trabajo, para algo tenemos un departamento de expertos en informática.

 

Daisy emitió un ruido. Era un ruido que no quería decir ni que sí ni que no. Más bien indicaba algo como: sé que alguien me ha dicho algo pero si hago un ruido a lo mejor me deja en paz.

 

Carol había escuchado ese mismo ruido en otras ocasiones.

 

—Oye —insistió—, culo gordo. ?Vas a tardar mucho? Quiero actualizar mi blog.

 

Daisy procesó lo que acababa de decirle su compa?era de piso. Le llamaron la atención dos palabras en especial.

 

—?Me estás llamando culona?

 

—No —replicó Carol—. Lo que digo es que se está haciendo tarde y que quiero poner al día mi blog. Hoy va a tirarse a una top model en los lavabos de una discoteca de Londres cuyo nombre no mencionaré.

 

Daisy suspiró.

 

—Vale —dijo—, es sólo que hay algo en todo esto que me da mala espina, nada más.

 

—?Qué te da mala espina?

 

—Esa historia del desfalco. No sé. Vale, ya lo dejo. Todo tuyo. Supongo que sabes que te puedes meter en un lío haciéndote pasar por un miembro de la Familia Real.

 

—Piérdete ya.

 

Carol estaba escribiendo un blog en el que se hacía pasar por un miembro de la Familia Real británica; un hombre joven y completamente desmadrado. Se había desatado una polémica en la prensa sobre si el blog era apócrifo o no, muchos periódicos se?alaban que había ciertos detalles que sólo un miembro de la Familia Real británica podía conocer, o un asiduo lector de las revistas del corazón.

 

Daisy se levantó y le cedió el ordenador a su compa?era, pero seguía dándole vueltas al presunto desfalco en la Agencia Grahame Coats.

 

Mientras, Grahame Coats dormía profundamente en su casa de Purley; una casa ciertamente grande, pero no excesivamente ostentosa. Si hubiera justicia en este mundo, estaría gimiendo y sudando en sue?os, acosado por terribles pesadillas, y su conciencia le torturaría como una plaga de escorpiones. Pero, muy a mi pesar, he de decir que Grahame Coats dormía como un inocente bebé después de un ba?o y un buen biberón. Ningún sue?o turbaba su descanso.

 

En algún lugar de la casa de Grahame Coats, un carillón antiguo dio las doce. Medianoche en Londres. Las siete de la tarde en Florida.

 

Sea como fuere, había llegado la hora de las brujas.

 

La se?ora Dunwiddy quitó el hule a cuadros rojos y blancos.

 

—?Quién tiene las velas negras? —preguntó.

 

—Las tengo yo —respondió la se?ora Noles. Se puso a buscar en la bolsa que tenía a sus pies y sacó cuatro velas. Casi todas eran negras. Una de las velas era recta y lisa. Las otras tres eran negras pero con algunos toques de amarillo y tenían la forma de un pingüino de juguete de cuya cabeza salía el pabilo—. No tenían otra cosa —se excusó—, y tuve que recorrerme tres tiendas para poder encontrarlas.

 

La se?ora Dunwiddy se ahorró los comentarios, pero hizo un gesto de resignación con la cabeza. Fue colocando cada vela en un extremo de la mesa, reservando la única que no tenía forma de pingüino para la cabecera, que ella misma ocupaba. Había un plato de plástico bajo cada vela. La se?ora Dunwiddy sacó un gran paquete de sal kosher, lo abrió y echó un montoncito sobre la mesa. A continuación, se quedó mirando fijamente los granos de sal y desbarató el montón trazando espirales con su sarmentoso índice.

 

La se?ora Noles había ido a la cocina a buscar una ensaladera de cristal que colocó ahora en el centro de la mesa. Abrió una botella de jerez y vertió en la ensaladera un generoso chorro.

 

—Ahora —indicó la se?ora Dunwiddy—, la Hierba del Diablo, la raíz de San Juan el Conquistador y la Sangre de las Mentiras de Amor.

 

La se?ora Bustamonte rebuscó en su bolsa y sacó un tarrito de cristal.

 

—He traído hierbas provenzales —explicó—; pensé que servirían igual.

 

—?Hierbas provenzales! —exclamó la se?ora Dunwiddy—. ?Hierbas provenzales!

 

—?No sirven? —preguntó la se?ora Bustamonte—. Es lo que yo uso cuando en la receta dice una pizca de perejil, una pizca de orégano... No puedo andar comprando toda clase de hierbas. Con las hierbas provenzales voy que chuto; total, yo no noto la más mínima diferencia.

 

La se?ora Dunwiddy suspiró.

 

—Anda, échalas ahí —dijo.

 

La se?ora Bustamonte echó medio tarro de hierbas de Provenza en la ensaladera de cristal. Las hojas secas se quedaron flotando en el jerez.

 

—Y ahora —dijo la se?ora Dunwiddy—, las cuatro tierras. Espero —dijo, eligiendo cuidadosamente sus palabras— que no me salgáis con que tampoco habéis podido conseguir las cuatro tierras y tengamos que apa?arnos con grava, una medusa disecada, un imán de nevera y una pastilla de jabón.

 

—Yo tengo las cuatro tierras —dijo la se?ora Higgler. Cogió su bolsa de papel de estraza y sacó cuatro bolsas de plástico, cada una de las cuales contenía arena o arcilla de diferentes colores. Fue vaciando cada bolsa en una esquina de la mesa.

 

Neil Gaiman's books