Los Hijos de Anansi

?No puedo cantar con vosotros —les dijo, mientras buscaba desesperadamente una excusa—. Tengo que cortar la tarta.?

 

Al pronunciar estas palabras, se producía un silencio sepulcral en todo el salón. Y, en mitad de ese silencio, entraba otro chef que traía algo en el carrito de los postres. El tipo tenía la cara de Grahame Coats, y lo que traía en el carrito era una extravagante tarta nupcial de varios pisos y llena de adornos. En el último piso, estaban las figuritas del novio y de la novia, que intentaban mantener el equilibrio como dos seres humanos en lo alto de una réplica de azúcar, a tama?o natural, del edificio Chrysler.

 

La madre de Rosie sacó de debajo de la mesa un enorme cuchillo con la hoja oxidada y el pu?o de madera —algo muy parecido a un machete—. Se lo pasó a Rosie, que cogió la mano derecha de Gordo Charlie y la colocó sobre la suya. Juntos, hundieron la oxidada hoja en el merengue y cortaron la tarta justo entre las dos figuritas. Al principio notaron que la tarta ofrecía cierta resistencia, y Gordo Charlie apretó con más fuerza, cargando todo su peso en la mano que empu?aba el cuchillo. Notó que la cosa empezaba a ceder y, entonces, apretó aún más fuerte.

 

Por fin, logró hender el piso superior de la tarta, pero la hoja resbaló y siguió cortando todos los demás pisos. Mientras, la tarta se iba abriendo...

 

En su sue?o, Gordo Charlie creía que aquellos puntitos negros en el bizcocho de la tarta eran bolitas de cristal oscuro o de azabache, pero, de repente, se dio cuenta de que aquellas bolitas que saltaban de la tarta tenían patas, ocho ágiles patitas cada una. Las ara?as lo invadieron todo y cubrieron por completo el blanco mantel; cubrieron también a Rosie y a la madre de Rosie, volviendo sus blancos vestidos de color negro azabache; entonces, como si todas ellas estuvieran gobernadas por una misma mente, poderosa y maligna, se fueron todas en masa hacia Gordo Charlie. él se dio la vuelta para salir por pies, pero sus piernas se habían quedado atrapadas en una sustancia pegajosa y elástica y se cayó de bruces.

 

Ahora, su cuerpo estaba cubierto de ara?as que correteaban sobre su piel desnuda con aquellas diminutas patitas; intentó levantarse del suelo, pero estaba sepultado bajo un montón de ara?as.

 

Gordo Charlie quería gritar, pero también su boca estaba llena de ara?as. Finalmente, las ara?as le cubrieron los ojos y se quedó sumido en la más negra oscuridad...

 

Gordo Charlie abrió los ojos, vio que todo estaba oscuro y se puso a gritar como un condenado. Entonces se dio cuenta de que habían apagado las luces de la cabina y habían bajado las persianas para que los pasajeros pudieran ver la película.

 

Ya de por sí, el vuelo había sido infernal desde el principio. Los gritos de Gordo Charlie sólo contribuyeron a hacérselo un poco peor aún al resto de los pasajeros.

 

Se levantó de su asiento y trató de abrirse camino hasta el pasillo, tropezándose con todos los que ocupaban las butacas de al lado. Justo cuando pasaba por delante del último asiento y salía al pasillo, se dio un golpe en la frente con el maletero, que se abrió y dejó caer sobre su cabeza el equipaje de mano que algún pasajero había guardado allí.

 

Los que estaban a su alrededor y habían seguido su torpe avance, se echaron a reír. Aquel gag, digno del mismísimo Buster Keaton, les hizo reír a carcajada tendida y les compensó, en cierto modo, por lo que hasta ese momento había sido un vuelo funesto.

 

 

 

 

 

Capítulo Séptimo

 

 

En el que Gordo Charlie llega muy lejos

 

La agente de inmigración le echó un vistazo al pasaporte estadounidense de Gordo Charlie, parecía como si se hubiera llevado una desilusión al ver que no era un extranjero de ésos a los que podía impedir la entrada en el país sin más ni más. Luego suspiró, y le hizo una se?a con la mano para indicarle que podía pasar.

 

Se preguntó qué haría una vez hubiera salido de la aduana. Alquilar un coche, suponía. Y comer.

 

Se bajó del autobús y cruzó a pie la barrera de seguridad para salir al inmenso complejo comercial del aeropuerto de Orlando. No se sorprendió ni la mitad de lo que debería haberse sorprendido cuando se encontró a la se?ora Higgler allí en medio, mirando las caras de los pasajeros que acababan de desembarcar con su sempiterna taza de café en la mano. Sus miradas se encontraron casi al mismo tiempo, y ella echó a andar hacia donde estaba él.

 

—?Tienes hambre? —le preguntó.

 

Gordo Charlie asintió.

 

—Muy bien —dijo ella—, en ese caso, espero que te guste el pavo.

 

Gordo Charlie se preguntaba si la camioneta burdeos de la se?ora Higgler era el mismo coche en el que él recordaba haberla visto conducir cuando era ni?o. Tenía la impresión de que sí. En algún momento debió de ser nuevo, obviamente. Después de todo, todas las cosas habían sido nuevas alguna vez. La piel de los asientos estaba rajada y levantada, el salpicadero era de madera y estaba lleno de polvo.

 

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