Los Hijos de Anansi

La mujer se quedó pensativa.

 

Posteriormente, Gordo Charlie intentaría recordar cómo iba vestida, pero no sería capaz. Unas veces creía recordar que era un manto de plumas; otras, le parecía que eran más bien jirones de algo, o quizá, una gabardina muy raída como la que llevaba el día que se la encontró en Piccadilly, un tiempo después, cuando todo empezó a ir verdaderamente mal. En todo caso, no estaba desnuda: de eso estaba casi seguro del todo. Si hubiera estado desnuda, lo recordaría, ?no?

 

—Ayudarte —repitió.

 

—Ayudarme a deshacerme de él.

 

La mujer asintió.

 

—Quieres que te ayude a deshacerte de la sangre de Anansi.

 

—Sólo quiero que mi hermano se largue y me deje en paz de una vez por todas. No quiero hacerle da?o ni nada de eso.

 

—A cambio, debes prometer que podré quedarme con el hijo de Anansi.

 

Gordo Charlie permanecía de pie en medio de la cobriza llanura —que, en cierto modo, estaba en algún lugar de aquella cueva en el interior de las monta?as del fin del mundo que, a su vez, de algún modo, estaban en el comedor de la se?ora Dunwiddy—, tratando de entender qué era exactamente lo que aquella mujer le pedía.

 

—No puedo darle nada a nadie. Ni tampoco puedo hacer ninguna promesa.

 

—?Quieres que él se marche o no? Decídete. Mi tiempo es precioso. —Se cruzó de brazos y le miró con sus terroríficos ojos—. No temo a Anansi.

 

Gordo Charlie recordó las palabras de la se?ora Dunwiddy.

 

—Esto... —dijo—. No debo hacer promesas. Y tengo que pedir a cambio algo de valor equivalente. Quiero decir, que debe ser un intercambio justo.

 

La Mujer Pájaro parecía contrariada, pero asintió.

 

—En ese caso, debo darte a cambio algo de igual valor. Te doy mi palabra. —Puso su mano sobre la de Gordo Charlie, como si le estuviera dando algo, y luego se la estrechó—. Y ahora, habla.

 

—Te entregaré la sangre de Anansi —dijo Gordo Charlie.

 

—Es un trato —dijo una voz y, tras esas palabras, ella se hizo a?icos, literalmente.

 

En el lugar en el que hasta hace un momento había habido una mujer, había ahora una bandada de pájaros que volaban en todas las direcciones, como si un disparo los hubiera asustado. De pronto, todo el cielo se llenó de pájaros; Gordo Charlie no había visto nunca tal cantidad de pájaros: pájaros pardos y negros, volando en círculos o de un lado a otro, formando una nube tan grande como el propio mundo.

 

—Ahora, ?harás que se marche? —gritó Gordo Charlie, dirigiendo su voz al lechoso cielo, cada vez más oscuro.

 

Los pájaros se deslizaron por el cielo, desplazándose tan sólo un poco y sin dejar de volar, pero de repente, Gordo Charlie vio que habían formado un rostro en mitad del cielo. Era un rostro gigantesco.

 

El rostro habló con las voces de aquellos miles y miles y miles de pájaros; pronunció su nombre moviendo aquellos inmensos labios hechos de pájaros.

 

Luego, los pájaros salieron en desbandada y el rostro se disolvió en medio del caos más absoluto mientras las aves corregían su rumbo y volaban en dirección a Gordo Charlie. él se cubrió la cara con las manos para protegerse.

 

Sintió un repentino e intenso dolor en el cuello. Por un segundo, pensó que uno de aquellos pájaros debía de haberle rajado la mejilla asestándole un picotazo o clavándole las garras. Pero enseguida supo lo que había pasado en realidad.

 

—?Deje de pegarme! —dijo—. Ya basta. ?No hace falta que me pegue!

 

Sobre la mesa, los pingüinos casi se habían consumido ya; no tenían cabeza, ni hombros, y la mecha seguía ardiendo sobre la informe masa de cera negra y amarilla que había sido la barriga del pingüino, a sus pies se había formado un charco de cera negruzca. En torno a la mesa, tres mujeres le observaban.

 

La se?ora Noles le tiró a la cara un vaso de agua.

 

—Eso tampoco hacía ninguna falta —dijo—. Estoy aquí, ?no?

 

La se?ora Dunwiddy entró en la habitación con aire triunfal. Traía en las manos un frasquito de vidrio marrón.

 

—Las sales —explicó—. Sabía que tenía un frasco guardado en alguna parte. Lo compré en 1967 y no en el sesenta y ocho. Puede que estén caducadas. —Dirigió sus penetrantes ojillos hacia Gordo Charlie y frunció el ce?o—. Ya está despierto. ?Quién le ha despertado?

 

—Había dejado de respirar —dijo la se?ora Bustamonte—, así que le di un bofetón.

 

—Y yo le eché agua —dijo la se?ora Noles—, para que acabara de volver en sí.

 

—No necesito sales —dijo Gordo Charlie—. Ya estoy empapado y dolorido.

 

Pero la se?ora Dunwiddy ya había destapado el frasco con sus dedos sarmentosos y se lo había puesto bajo la nariz. Gordo Charlie tomó aire cuando intentaba apartar la cabeza e inhaló sin querer el vapor de amoniaco. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se sintió como si acabara de recibir un pu?etazo en la nariz. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

 

—Eso es —dijo la se?ora Dunwiddy—. ?Te sientes mejor ahora?

 

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