Examinemos, por ejemplo, el caso de Daisy. Su canción, que había estado olvidada en algún oscuro rincón de su mente la mayor parte de su vida, tenía un ritmo vivo y decidido, y la letra hablaba de proteger al más débil, y el estribillo empezaba así: ??Hombres malvados, cuidado conmigo!?, por lo que parecía un poco tonta para cantarla de viva voz. Aunque a veces la tarareaba para sí, en la ducha, mientras se enjabonaba.
Y esto es, más o menos, todo lo que debéis saber de Daisy. El resto no son más que simples detalles.
El padre de Daisy había nacido en Hong Kong. Su madre en Etiopía, en el seno de una adinerada familia que se dedicaba a la exportación de alfombras: tenían una casa en Addis Abeba y otra cerca de Nazaret. Los padres de Daisy se conocieron en Cambridge; él estudiaba informática en una época en la que no parecía una carrera con mucho futuro, y ella devoraba manuales de química molecular y de derecho internacional. Ambos eran estudiantes muy aplicados, de natural tímido y muy inquietos. Los dos echaban de menos sus respectivos hogares, aunque por motivos muy diferentes; en cualquier caso, los dos jugaban al ajedrez, y fue precisamente en el club de ajedrez, un miércoles por la tarde, donde tuvo lugar su primer encuentro. Puesto que los dos eran principiantes, les animaron a que jugaran juntos y, en su primera partida, la madre de Daisy no tuvo ninguna dificultad para ganar al padre de Daisy.
Al padre de Daisy le escoció la derrota lo suficiente como para pedirle tímidamente que jugaran la revancha el miércoles siguiente y, de este modo, durante los dos a?os siguientes, continuaron quedando cada miércoles para jugar al ajedrez (excepto en vacaciones y los días de fiesta).
Su vida social se iba haciendo más activa a medida que empezaban a adquirir un mayor dominio del inglés y aprendían a relacionarse con cierta soltura. Juntos, participaron en una cadena humana convocada para protestar por la llegada de camiones cargados de misiles. Juntos, aunque formando parte de un numeroso grupo de gente, se fueron a Barcelona para protestar contra el imparable ascenso del capitalismo a nivel internacional y oponerse radicalmente a la hegemonía de las multinacionales. Aquélla fue también la primera vez que les lanzaron botes de humo y el se?or Day se hizo un esguince en la mu?eca cuando la policía espa?ola arremetió contra los manifestantes.
Algún tiempo más tarde, uno de aquellos miércoles a principios de su tercer a?o en Cambridge, el padre de Daisy ganó a la madre de Daisy. La victoria le hizo tan feliz, se sentía tan seguro de sí después de aquella haza?a, que le propuso matrimonio; y la madre de Daisy, que en el fondo había temido que el día que él ganara una de aquellas partidas perdería todo interés en ella, le dio el sí sin pensárselo dos veces.
Se establecieron en Inglaterra y optaron por la vida académica, y tuvieron una hija, a la que pusieron de nombre Daisy porque en aquella época tenían un tándem, una bicicleta de dos plazas (que, para posterior regocijo de la propia Daisy, funcionaba perfectamente). Trabajaron en diferentes universidades inglesas: él como profesor de telecomunicaciones y ella escribiendo, por un lado, libros que nadie leía sobre la hegemonía de las multinacionales, y, por otro, libros que la gente sí leía sobre estrategia e historia del ajedrez, con lo que, el a?o que las ventas se le daban bien, ganaba más dinero que su marido, que tenía un sueldo más bien modesto. Su compromiso político fue disminuyendo a medida que se hicieron mayores, y al llegar a la madurez, se habían convertido en un matrimonio feliz sin más intereses fuera del que sentían el uno por el otro, el ajedrez, Daisy y la reconstrucción y saneamiento de anticuados sistemas operativos.
Ninguno de los dos entendía a Daisy, ni tan siquiera un poquito.
Se culpaban de no haber sabido atajar a tiempo aquella fascinación que la chica sentía por las fuerzas de policía, de no haberlo hecho en cuanto empezó a manifestarse; más o menos al mismo tiempo que aprendió a pronunciar sus primeras palabras. Daisy se?alaba los coches de policía con la misma ilusión con que otras ni?as se?alaban un poni. Cuando cumplió siete a?os, tuvieron que celebrar una fiesta de disfraces para que pudiera estrenar su disfraz de mujer policía, y en las fotos que sus padres tienen guardadas en el desván, se la ve exultante de alegría delante de su tarta de cumplea?os, con sus siete velas encendidas.