Los Hijos de Anansi

Ara?a durmió plácidamente en su enorme cama, en aquella habitación que se había montado en el cuarto de los trastos de Gordo Charlie. Empezaba a preguntarse, sin demasiado interés, si Gordo Charlie se habría marchado para siempre, y decidió que lo investigaría cuando tuviera un hueco, suponiendo que no le surgiera algo más interesante que hacer y no se olvidara.

 

Había dormido hasta muy tarde y ahora iba a comer con Rosie. Pasaría por su casa a recogerla y luego irían a un buen restaurante. Era una bonita ma?ana de principios de oto?o y la felicidad de Ara?a era contagiosa. Y esto sucedía porque Ara?a era, más o menos, un dios. Cuando eres un dios, tus emociones son siempre contagiosas; la gente de alrededor está expuesta a pillarlas. La gente que pasaba cerca de Ara?a en un día en el que se sentía feliz, veía su vida con más optimismo. Si Ara?a empezaba a tararear una canción, los que estaban cerca de él empezaban también a tararear en ese mismo tono, como en un musical. Lógicamente, si bostezaba, un centenar de personas a su alrededor bostezaban también, y cuando estaba deprimido su humor se extendía como la niebla en un río, y todos los que pasaban cerca de él se volvían pesimistas. Aquello no era algo que Ara?a hiciera; él era así.

 

En ese momento, lo único que podía estropear aquella felicidad era su decisión de contarle a Rosie toda la verdad.

 

Ara?a no tenía mucha práctica en esto de decir la verdad. Para él, la verdad era algo flexible, prácticamente una cuestión de opinión, y Ara?a era capaz de perge?ar argumentos muy convincentes para defender la opinión que más le conviniera en cada momento.

 

Ser un impostor no le suponía ningún problema. Le gustaba ser un impostor. Se le daba muy bien. Encajaba perfectamente con sus planes, que eran muy simples y, hasta ahora, podrían haberse resumido más o menos así: a) ir a algún sitio; b) divertirse; y c) marcharse antes de empezar a aburrirse. Y, en el fondo, sabía que había llegado ya el momento de marcharse. El mundo era una langosta esperando a que él le hincara el diente, se había puesto ya la servilleta alrededor del cuello y tenía preparada la mantequilla fundida y los utensilios necesarios para sacarle todo el jugo a su langosta.

 

Salvo...

 

Salvo que no quería irse.

 

Su cabeza barajaba diferentes líneas de pensamiento, cosa que Ara?a encontraba francamente desconcertante. Normalmente ni siquiera tenía una línea de pensamiento. Hasta ahora había sido muy feliz sin necesidad de pensar; siguiendo su instinto, sus impulsos y con la suerte siempre de su lado, se las había arreglado de maravilla. Pero hasta los milagros tienen un alcance limitado. Ara?a siguió caminando por la calle, todos le sonreían.

 

Había quedado con Rosie en que pasaría por su casa a buscarla, así que se llevó una agradable sorpresa al ver que estaba esperándole ya en la calle. Sintió una punzada que no llegaba a ser exactamente de culpabilidad, y saludó a Rosie con la mano.

 

—?Rosie? ?Hey!

 

Ella salió a su encuentro y él sonrió de oreja a oreja. Entre los dos, lograrían resolver aquella situación. Todo iba a salir bien.

 

—Pareces una estrella de cine —dijo Ara?a—. Qué digo... una diosa. ?Qué te apetece comer?

 

Rosie le sonrió y se encogió de hombros.

 

Pasaron por delante de un restaurante griego.

 

—?Qué tal un griego?

 

Rosie asintió.

 

Bajaron unos cuantos escalones y entraron. El interior del restaurante estaba a oscuras y completamente vacío, pues acababan de abrir, y el due?o les se?aló una mesa que había en un rincón —o más bien un hueco—, al fondo del comedor.

 

Se sentaron frente a frente, en una mesa con el espacio justo para dos personas. Ara?a le dijo:

 

—Hay algo de lo que quiero hablar contigo. —Rosie no dijo nada—. No es nada malo —continuó—. Bueno, tampoco es que sea exactamente bueno. Pero, en fin, es algo que debes saber.

 

El due?o les preguntó si sabían ya lo que iban a tomar.

 

—Café —respondió Ara?a, y Rosie asintió para indicar que ella tomaría lo mismo—. Dos cafés —dijo Ara?a—. Y si pudiera usted darnos, hum, cinco minutos... Necesitamos un poco de intimidad.

 

El due?o los dejó a solas.

 

Rosie miró a Ara?a con aire interrogativo.

 

Ara?a respiró hondo.

 

—Bueno, allá va. Déjame hablar, no digas nada ahora, esto no me resulta fácil, y no sé si... Bueno, allá va. Verás, yo no soy Gordo Charlie. Ya sé que tú crees que sí, pero no. Soy su hermano, Ara?a. Tú crees que soy él porque... bueno, porque nos parecemos bastante.

 

Rosie seguía sin decir nada.

 

—Bueno, la verdad es que no nos parecemos. Pero... En fin, todo esto me resulta muy difícil. Vaaale. Uf. No puedo dejar de pensar en ti. Así que, bueno, lo que intento decir es que ya sé que eres la novia de mi hermano, pero lo que quiero preguntarte es si tú... bueno... si estarías dispuesta a dejarle y empezar a salir conmigo.

 

El due?o se presentó con una cafetera y dos tazas en una peque?a bandeja de plata.

 

—Café griego —les anunció.

 

—Sí, gracias. Pero le pedí que nos dejara a solas un par de minutos...

 

—Es muy caliente —dijo el due?o—. Café muy caliente. Cargado. Griego. No turco.

 

—Estupendo. Pero escuche, si es tan amable... cinco minutos, ?puede ser?

 

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