Los Hijos de Anansi

El due?o se encogió de hombros y se marchó.

 

—Seguro que me odias —dijo Ara?a—. En tu lugar, seguramente yo también me odiaría. Pero hablo en serio. No he hablado tan en serio en toda mi vida. —Ella se limitó a mirarle, completamente inexpresiva, y Ara?a le suplicó—: Por favor. Di algo. Lo que sea.

 

Rosie movió los labios, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.

 

Ara?a esperó.

 

Rosie abrió la boca.

 

La primera idea que cruzó por la mente de Ara?a fue que Rosie estaba masticando algo, porque tenía algo marrón en la boca, algo que, desde luego, no era la lengua. Entonces, aquella cosa movió la cabeza y los ojos, unos ojos peque?os y brillantes, y se quedó mirándole. Rosie abrió desmesuradamente la boca y empezaron a salir pájaros.

 

—?Rosie? —dijo Ara?a.

 

Todo se llenó de picos, alas y garras. De su garganta iba saliendo un pájaro tras otro, y a cada uno que salía le acompa?aba un sonido entre tos y atragantamiento. Iban todos directos hacia Ara?a.

 

él levantó una mano para protegerse los ojos y algo le hirió en la mu?eca. Se puso a agitar los brazos en todas direcciones y algo voló directamente hacia su cara, tratando de alcanzar sus ojos. Inclinó la cabeza hacia atrás y el pico se clavó en su mejilla.

 

Un segundo de claridad en medio de la pesadilla: aún había una mujer sentada frente a él. Lo que ya no podía entender era cómo había podido confundirla con Rosie. Para empezar, era mayor que Rosie, y en su cabello —tan negro que parecía azul— había mechones plateados. Su piel no tenía el tono cálido y tostado que tenía la piel de Rosie: era negra como el carbón. Vestía una gabardina andrajosa de color ocre. La mujer sonrió y abrió su enorme boca una vez más, en su interior se veían ahora los crueles picos de las gaviotas con sus enloquecidos ojos...

 

Ara?a no se detuvo a pensar. Actuó. Asió la cafetera con una mano y, mientras, con la otra levantó la tapa y le arrojó el hirviente café a la mujer que tenía sentada enfrente.

 

La mujer lanzó un bufido de dolor.

 

Los pájaros seguían volando por todo el comedor, pero ya no había nadie sentado frente a él, y los pájaros volaban de un lado a otro completamente desorientados, aleteando con furia contra las paredes.

 

El due?o se acercó y le preguntó:

 

—Caballero, ?está usted herido? Lo siento mucho. Deben de haberse colado por la puerta de la calle.

 

—Estoy bien —respondió Ara?a.

 

—Tiene sangre en la cara —le dijo el hombre. Le ofreció una servilleta y Ara?a la presionó contra su mejilla. Le escocía el corte.

 

Ara?a se ofreció a ayudarle a sacar los pájaros de allí. El hombre abrió la puerta de la calle, pero los pájaros habían desaparecido y el lugar estaba exactamente como se lo había encontrado al llegar.

 

Ara?a sacó un billete de cinco libras.

 

—Tome —dijo—, cóbrese el café. Tengo que marcharme.

 

El due?o asintió, agradecido.

 

—Llévese la servilleta.

 

Ara?a se detuvo y se quedó pensando un momento.

 

—Cuando llegué —le preguntó—, ?vio usted si me acompa?aba una mujer?

 

El due?o pareció sorprenderse; seguramente estaba asustado, pero Ara?a no estaba seguro.

 

—No lo recuerdo —dijo, como si estuviera aturdido—. Si hubiera venido solo, no le habría sentado allí atrás. Pero no sabría decirle.

 

Ara?a salió del restaurante. Seguía brillando el sol, pero aquello no le infundía ya la misma confianza. Echó un vistazo a su alrededor. Vio una paloma, estaba picoteando los restos de un cucurucho de helado que alguien había dejado tirado por ahí; en el alféizar de una ventana, había un gorrión; y, allá arriba, en el soleado cielo, una mancha blanca, con las alas extendidas: era una gaviota que volaba en círculos.

 

 

 

 

 

Capítulo Noveno

 

 

En el que Gordo Charlie sale a abrir la puerta y Ara?a tropieza con unos flamencos

 

La suerte de Gordo Charlie estaba cambiando, lo presentía. Habían vendido plazas de más para el vuelo en el que debía regresar a casa y le habían dado un asiento en primera clase para otro vuelo. Le habían servido una comida excelente. Sobrevolando ya el Atlántico, una azafata le había regalado una caja de bombones que había ganado en un sorteo que habían hecho entre los pasajeros. La guardó en el maletero que había sobre su asiento y pidió un Drambuie con hielo.

 

Llegaría a casa. Iría a hablar con Grahame Coats y lo aclararía todo; si había algo de lo que no le cabía la menor duda, era de su honestidad como contable. Arreglaría las cosas con Rosie. Todo saldría a pedir de boca.

 

Se preguntaba si Ara?a se habría marchado ya cuando él llegara, o si tendría ocasión de darse el gustazo de echarlo personalmente. Prefería esta última opción. Gordo Charlie quería ver a su hermano pidiéndole perdón, a lo mejor, incluso, de rodillas. Se puso a imaginar lo que le diría.

 

—?Lárgate de aquí! —dijo Gordo Charlie—. ?Y llévate tu sol tropical, tu jacuzzi y el resto de tu habitación!

 

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