Los Hijos de Anansi

—Ya te lo dije, no lo soy.

 

—Y entonces... Entonces, ?con quién me he...? ?Con cuál de los dos... me he acostado?

 

—Conmigo —dijo Ara?a.

 

—Me lo imaginaba —dijo Rosie, y le dio una bofetada en plena cara. Lo hizo con ganas. Ara?a notó que volvía a sangrarle el labio.

 

—Supongo que me lo he ganado —dijo.

 

—Y tanto que te lo has ganado, a pulso. —Rosie hizo una pausa y, luego, continuó—. ?Gordo Charlie estaba enterado de todo esto? ?Sabía él lo que estabas haciendo? ?Sabía que estabas saliendo conmigo?

 

—Pues, sí... Pero él...

 

—Estáis enfermos los dos —le dijo—. Podridos por dentro estáis. Y espero que os terminéis de pudrir del todo en el infierno.

 

Echó un último vistazo de asombro por aquella enorme habitación y, a continuación, miró por la ventana hacia las palmeras, la impresionante cascada y la bandada de flamencos, y se marchó.

 

Ara?a se sentó en el suelo, con un hilillo de sangre rodando por su barbilla, sintiéndose como un auténtico idiota. Oyó el portazo que dio Rosie al salir de la casa. Se dirigió a la ba?era, llena de agua caliente, y empapó el extremo de una esponjosa toalla. Luego, lo escurrió y se lo puso sobre la boca.

 

—Yo no necesito nada de esto —se dijo Ara?a. Se lo dijo en voz alta; es más fácil mentirse a uno mismo hablando en voz alta—. No os necesitaba a ninguno hace una semana y tampoco os necesito ahora. Paso. Se acabó.

 

Los flamencos se estrellaron contra la ventana como bolas de ca?ón de rosado plumaje, y el cristal se hizo a?icos. Los cristales volaban por la habitación, y se incrustaban en las paredes, todo el suelo estaba lleno de cristales, y también la cama. Por todas partes llegaban proyectiles rosa pálido que caían en picado, la habitación era un caos de inmensas alas rosadas y curvos picos negros. El estruendo de la cascada invadió también la habitación.

 

Ara?a pegó la espalda a la pared. Centenares de flamencos se interponían entre la puerta y él: aves de metro y medio, todo patas y cuello. Se puso en pie y avanzó unos pasos hacia aquel ejército de furibundos plumíferos que le miraban con sus enloquecidos ojos de color rosa. Vistos de lejos, podían parecer hermosos. Uno de ellos le dio un picotazo en la mano. No le hizo sangre, pero le dolió.

 

La habitación de Ara?a era muy grande, pero se llenaba a toda velocidad de flamencos que llegaban volando como kamikazes. En el cielo color zafiro, sobre la cascada, se veía una nube oscura que parecía una nueva bandada preparándose para atacar.

 

Le atacaban a picotazos o con las garras, y le azotaban con sus alas, pero él sabía que aquello no era lo peor que podía pasarle. Lo peor que podía pasarle era acabar asfixiado bajo un edredón de plumas rosas con pájaros. Esa sí que sería una muerte terriblemente humillante, aplastado bajo una monta?a de aves, y no de una clase especialmente inteligente.

 

?Piensa —se dijo—. Son flamencos. Tienen el cerebro de un pájaro. Tú eres Ara?a.?

 

??Y? —pensó después, irritado—. Dime algo que no sepa.?

 

Los flamencos que había en la habitación lo acosaban. Los que venían por el aire volaban directos hacia él. Se cubrió la cabeza con la cazadora y, entonces, los flamencos que venían volando comenzaron a atacarle. Era como si lo estuvieran bombardeando con pollos. Se tambaleó y cayó. ?Venga, engá?alos, pedazo de idiota.?

 

Ara?a se puso en pie y vadeó aquel mar de alas y picos hasta llegar a la ventana, que parecía ahora una enorme boca abierta con dientes de cristal.

 

—Estúpidos pájaros —dijo, con voz triunfante. Se subió al alféizar de la ventana.

 

Los flamencos no son famosos por su aguda inteligencia, ni por su capacidad de resolver problemas: si le das a un cuervo un rollo de alambre y una botella llena de comida, el pájaro utilizará el alambre para sacar la comida de la botella. Por el contrario, un flamenco intentará comerse el alambre, si su forma recuerda a la de una gamba, y seguramente, aunque no se parezca ni remotamente a una gamba, también intentará comérselo, por si se trata de alguna clase nueva de gamba. Por esa razón, si el hombre que les insultaba desde el alféizar parecía una sombra, algo poco sólido, los flamencos ni siquiera lo verían. Lo miraron con aquellos ojos demenciados de color rubí que parecían los de un conejo asesino y se lanzaron contra él.

 

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