—Cuando era joven, un tipo me pidió un libro. Entonces, fui a coger el libro que yo estaba leyendo para prestárselo, era uno de J. T. Edson, o de Louis L'Amour. El caso es que el tipo lo usó para atascar su retrete, ?entiendes? Pues eso, lo que es a mí, ya no me pillan en otra de ésas.
Y, dicho esto, salió y cerró la puerta de la celda, dejando dentro a Gordo Charlie.
Lo más extra?o de todo, pensó Grahame Coats —que no era muy dado a la introspección—, era que no sentía nada especial, estaba tan campante, tan a gusto.
El capitán les dijo que se abrocharan los cinturones de seguridad, y les informó de que en breves minutos aterrizarían en Saint Andrews. Saint Andrews es una peque?a isla en el mar Caribe que, tras declarar su independencia en 1962, decidió reafirmar su autonomía dotándose de un sistema judicial propio y negándose a firmar tratados de extradición con el resto del mundo, entre otras cosas.
El avión aterrizó. Grahame Coats desembarcó y cruzó la soleada pista con su maleta de ruedas. Presentó el pasaporte que había escogido para la ocasión —el de Basil Finnegan— y se lo sellaron allí mismo. Recogió el resto de su equipaje en la cinta transportadora, pasó por delante de la desierta aduana y entró en el minúsculo aeropuerto, desde donde salió al exterior, bajo un sol de justicia. Iba vestido con camiseta, pantalones cortos y sandalias: el uniforme completo de Turista Inglés de Vacaciones en el Extranjero.
El encargado de su finca le estaba esperando a la salida del aeropuerto. Grahame Coats se sentó en el asiento trasero del Mercedes negro y dijo:
—A casa, por favor.
Al salir de Williamstown para tomar la carretera que subía hasta el acantilado en el que se encontraba su finca, contempló la isla con una sonrisa de satisfacción, como si fuera su único propietario.
De repente, recordó que antes de abandonar Inglaterra había dejado a una mujer a la que había dado por muerta, y se preguntó si cabía la posibilidad de que aún estuviera viva; no, probablemente no. No le importaba haber matado. En realidad, le producía una inmensa satisfacción, como si aquello hubiera sido necesario para sentirse completo. Se preguntó si volvería a hacerlo alguna vez.
Se preguntó si sería pronto.
Capítulo Décimo
En el que Gordo Charlie sale a ver mundo y Maeve Livingstone se lleva una desilusión
Gordo Charlie se sentó en la cama metálica, sobre su manta, y se quedó esperando a que algo sucediera, pero no pasó nada. El tiempo pasaba terriblemente despacio, casi le parecieron meses. Intentó dormir, pero ya no recordaba cómo se hacía.
Aporreó la puerta.
Alguien gritó:
—?Cállate!
Pero Gordo Charlie no supo si aquella voz era la de un guardia o la de otro preso.
Estuvo caminando arriba y abajo por su celda más o menos dos o tres a?os, según calculó, tirando por lo bajo. Luego, se sentó y dejó que la eternidad le pasara por encima. Podía ver la luz del sol a través del grueso bloque de vidrio que hacía las veces de ventana, en lo alto de la pared; por lo visto, era la misma luz que había visto aquella misma ma?ana, antes de que le encerraran.
Gordo Charlie trató de recordar qué era lo que la gente hacía para matar el tiempo cuando estaba en la cárcel, pero todo lo que le venía a la cabeza eran cosas como escribir un diario secreto y ocultar cosas en sus traseros. No tenía nada con qué escribir, y tuvo la impresión de que el hecho de no tener que ocultar cosas en el trasero podía ser un buen indicio de que a uno no le iba tan mal en la vida.
No pasó nada. Siguió pasando nada. Más nada. El Regreso de Nada. Hijo de Nada. Nada cabalga de nuevo. Nada, Abbott y Costello y el Hombre Lobo...
De repente, alguien abrió la puerta de su celda, y Gordo Charlie estuvo a punto de gritar: ??Hurra!?.
—Venga. Hora de bajar al patio. Puedes llevarte un cigarrillo si quieres fumar.
—No fumo.
—Bueno, es un hábito repugnante.