Steve Burridge le explicó que estaba a punto de acabar su turno y que iba a marcharse a su casa, que la se?ora Burridge y los peque?os Burridge le estaban esperando para cenar.
—?Has oído eso? —preguntó Ara?a—. Un hombre de familia. Mi hermano y yo sólo nos tenemos ya el uno al otro. Y no nos habíamos visto hasta esta misma ma?ana.
—Parece una historia interesante —dijo el taxista—. ?Algún antiguo rencor?
—No, en absoluto. Es sólo que él no ha sabido que tenía un hermano hasta hace unos días —le explicó Ara?a.
—?Tú sí? —preguntó Gordo Charlie—. ?Tú sabías de mi existencia?
—Puede que lo supiera —dijo Ara?a—. Pero uno olvida tantas cosas...
El taxi se detuvo junto a la acera.
—?Dónde estamos? —preguntó Gordo Charlie. No habían ido demasiado lejos. Le pareció que estaban en una de las calles que salían de Fleet Street.
—Aquí encontrarán lo que buscan —dijo el taxista—. Vino.
Ara?a se bajó del taxi y se quedó mirando la sucia fachada de roble y las deprimentes vidrieras de la vieja taberna.
—Perfecto —dijo—. Págale a este hombre, hermano.
Gordo Charlie le pagó la carrera al taxista. Entraron en la taberna: unos escalones de madera los llevaron hasta una bodega en la que rubicundos abogados bebían codo con codo con pálidos agentes de bolsa. Había serrín en el suelo y una carta de vinos —escrita con tiza en una pizarra y que resultaba prácticamente ilegible— detrás de la barra.
—?Qué bebes? —le preguntó Ara?a.
—Un tinto de la casa, por favor —contestó Gordo Charlie.
Ara?a le miró con severidad.
—Somos los últimos vástagos de la dinastía Anansi. No brindaremos a la salud de nuestro recién fallecido padre con un tinto de la casa.
—Esto... Vale, está bien. En ese caso, tomaré lo mismo que tú.
Ara?a se acercó a la barra, abriéndose camino entre aquella aglomeración de gente como si tal cosa. Regresó al cabo de pocos minutos con dos copas de vino, un sacacorchos y una botella cubierta de polvo. Descorchó la botella con una facilidad que dejó profundamente impresionado a Gordo Charlie —que siempre acababa teniendo que pescar los trocitos de corcho que quedaban flotando en el vino—. Ara?a sirvió el vino, un vino tan ambarino que parecía casi negro. Llenó ambas copas y colocó una de ellas delante de Gordo Charlie.
—Un brindis —dijo—, a la salud de nuestro padre.
—Por papá —dijo Gordo Charlie, chocó su copa con la de Ara?a (consiguiendo, milagrosamente, no tirar nada de vino al hacerlo) y lo probó. Tenía un sabor curiosamente amargo y un toque herbáceo y salado—. ?Qué vino es?
—Vino mortuorio, la clase de vino que se bebe a la salud de un dios. Hace ya mucho tiempo que dejaron de elaborarlo. Se deja madurar con aloe amargo y romero, y con lágrimas de vírgenes con el corazón roto.
—?Y eso se vende en una bodega de Fleet Street? —Gordo Charlie cogió la botella, pero la etiqueta estaba demasiado borrosa y llena de polvo para poder leerla—. Nunca he oído hablar de algo así.
—Estas viejas tabernas suelen tener vinos muy buenos, sólo hay que conocerlos y pedirlos —dijo Ara?a—. Es un vino de duelo. Hay que apurarlo. Así. —Y dio un largo trago. Luego hizo una mueca—. Además, de este modo sabe mejor.
Gordo Charlie vaciló, luego le dio un buen trago a aquel extra?o vino. Creyó percibir los aromas del aloe y del romero. Se preguntaba si ese toque salado serían realmente las lágrimas.
—El romero es para fomentar el recuerdo —explicó Ara?a, y comenzó a rellenar las copas. Gordo Charlie trató de explicarle que aquella noche no estaba para muchos vinos y que tenía que trabajar al día siguiente, pero Ara?a le interrumpió.
—Ahora te toca a ti proponer un brindis —dijo.
—Esto... Vale —respondió Gordo Charlie—. Por mamá.
Bebieron a la salud de su madre. A Gordo Charlie le dio la impresión de que el vino era cada vez más amargo; le picaban los ojos y le invadía una profunda y dolorosa sensación de pérdida. Echaba de menos a su madre. Echaba de menos su infancia. Incluso, echaba de menos a su padre. Al otro lado de la mesa, Ara?a sacudía la cabeza; una lágrima rodó por su mejilla y fue a parar a su copa; cogió la botella y sirvió más vino.
Gordo Charlie bebió una vez más.
Cuanto más bebía, más se apoderaba la pena de él, llenando su mente y su cuerpo con el dolor de la ausencia.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas y caían dentro de su copa. Miró a ver si llevaba un kleenex en alguno de sus bolsillos. Ara?a sirvió lo que quedaba de vino y lo repartió entre las dos copas.
—?De verdad tenían aquí este vino?
—Tenían una botella, pero no sabían que la tenían. Sólo había que recordárselo.
Gordo Charlie se sonó la nariz.
—Tampoco yo sabía que tenía un hermano —dijo.
—Yo sí lo sabía —dijo Ara?a—, siempre quise buscarte, pero me distraje. Ya sabes a qué me refiero.
—En realidad no.
—Te van surgiendo cosas.
—?Qué clase de cosas?
—Cosas. Van surgiendo. Así es como funcionan las cosas. Surgen. No esperarás que lleve la cuenta de todas.