En el trabajo, algo le estuvo rondando todo el rato por la cabeza, pero no sabía exactamente qué. Traspapelaba las cosas; olvidaba tareas todo el tiempo. En un momento dado, en su despacho, empezó a cantar, pero no porque estuviera contento, lo hizo sin darse cuenta. No fue consciente de que estaba cantando hasta que Grahame Coats en persona se asomó a la puerta de su cuchitril y le llamó al orden.
—En esta oficina no están permitidas las radios, los walk–mans, los reproductores de mp3, ni nada que se le parezca —dijo Grahame Coats, lanzándole una mirada furibunda con sus ojos de hurón—. Denota falta de interés, algo que resulta reprobable en el lugar de trabajo.
—No era la radio —admitió Gordo Charlie con las orejas ardiendo de vergüenza.
—?No? Y entonces, ?le importa explicarme qué era eso?
—Era yo —respondió Gordo Charlie.
—?Usted?
—Sí. Estaba cantando. Lo siento...
—Hubiera jurado que tenía la radio puesta. Por lo visto, me equivocaba. Vaya por Dios. En fin, vistos sus muchos talentos v su gran valía, quizá prefiera usted abandonarnos y probar suerte encima de un escenario, convertirse en ídolo de multitudes, quizá con un espectáculo de variedades, en lugar de perder el tiempo desordenando papeles y ocupando una mesa en una oficina en la que otros intentan trabajar, ?eh? Un lugar en el que se gestionan las carreras artísticas de otras personas.
—No —respondió Gordo Charlie—, no quiero marcharme. Es sólo que no me he dado cuenta.
—En ese caso —replicó Grahame Coats—, aprenda usted a refrenar sus ganas de cantar. Desfóguese en la ducha, en el ba?o o en las gradas, animando a su equipo favorito. Yo mismo soy seguidor del Crystal Palace. Pero deje de hacer gorgoritos en el trabajo, o tendrá que buscarse los garbanzos en otra parte.
Gordo Charlie sonrió, e inmediatamente se dio cuenta de que lo último que quería en ese momento era sonreír, y se puso serio pero, para entonces, Grahame Coats se había marchado ya, de modo que Gordo Charlie maldijo para sus adentros, se cruzó de brazos sobre el escritorio y enterró la cabeza entre los brazos.
—?Eras tú el que cantaba? —lo preguntaba una de las chicas nuevas del departamento de enlace con los artistas. Gordo Charlie nunca conseguía quedarse con sus nombres. Para cuando se los aprendía, ya no trabajaban en la empresa.
—Eso me temo.
—?Qué es lo que estabas cantando? Sonaba bien.
Gordo Charlie cayó en la cuenta de que no tenía ni idea, así que le contestó:
—No estoy muy seguro. No estaba escuchando.
La chica se rio por lo bajo de aquella ocurrencia.
—El jefe tiene razón. Deberías estar grabando discos, no perdiendo el tiempo en esta oficina.
Charlie el Gordo no supo qué responder. Con las mejillas coloradas, empezó a tachar números y a tomar notas y se puso a escribir comentarios en post–its que iba pegando en el monitor de su ordenador, hasta que estuvo seguro de que la chica se había marchado.
Llamó por teléfono Maeve Livingstone: ?Podía por favor asegurarse de que Grahame Coats llamara al director de su banco? Gordo Charlie le contestó que haría lo posible. Ella le encareció que no dejara de hacerlo.
Rosie le llamó al móvil a las cuatro para comunicarle que ya le habían restablecido el suministro de agua y decirle que tenía buenas noticias: su madre había decidido involucrarse en los preparativos de la boda y le había pedido que se pasara a verla esa misma tarde para discutir los detalles.
—Bueno —dijo Gordo Charlie—, si ella se encarga de organizar el banquete, nos ahorraremos un dineral en comida.
—No seas borde. Te llamo esta noche y te cuento cómo ha ido la cosa.
Gordo Charlie le dijo que la quería y colgó. Alguien le estaba mirando. Se dio la vuelta a ver quién era.
Grahame Coats dijo:
—Aquel que hace llamadas personales en horas de trabajo, cosecha tempestades. ?Sabes quién dijo eso?
—?Usted?
—Eso es —respondió Grahame Coats—. El mismo que viste y calza. Y mi palabra es ley. Considéralo un aviso formal.
Y, dicho esto, sonrió, con esa típica sonrisa autosuficiente que obligaba a Gordo Charlie a plantearse seriamente las posibles consecuencias que se derivarían del hecho de pegarle a Grahame Coats un pu?etazo en su mullido estómago. Finalmente resolvió que la cosa estaría entre el despido fulminante y una demanda por agresión. En cualquier caso, pensó, se iba a quedar más ancho que largo...