—Mientras, esperaré en la cocina —dijo—. Llámame cuando te hayas deshecho de ella.
Cuando te has bebido una botella entera de vino, meter a una ara?a patilarga en un vaso de plástico con la sola ayuda de una vieja tarjeta de felicitación requiere un alarde de coordinación mayor de lo habitual; y tampoco ayuda el tener cerca a tu novia medio desnuda al borde de un ataque de histeria que, después de decir que prefería esperar en la cocina, seguía asomándose por encima de su hombro dándole consejos sobre la mejor manera de hacerlo.
Pero al cabo de un rato no muy largo, a pesar de su ayuda, Gordo Charlie logró meter a la ara?a en el vaso de plástico y lo tapó con la tarjeta de felicitación, regalo de un amigo de infancia que le decía: CUMPLIR A?OS NO ES TAN MALO. SóLO TE TOCA UNA VEZ CADA 12 MESES (y en el interior, su amigo había rematado la gracia a mano: ASí QUE DEJA DE TOCARTE TODO EL RATO, SALIDO. — FELICIDADES)
Se fue con la ara?a escaleras abajo y abrió la puerta principal para soltarla en el minúsculo jardín delantero, que consistía en un seto —que servía básicamente para que la gente pudiera vomitar dentro del jardín— y varias losas de piedra entre las que crecía un poco de hierba. Alzó el vaso de plástico. Bajo la amarillenta luz de sodio, la ara?a parecía negra. Imaginó que debía de estar mirándole.
—Siento haber tenido que hacerlo —le dijo a la ara?a, y el vino que corría alegremente por sus venas hizo que lo dijera en voz alta.
Colocó el vaso de plástico boca abajo sobre una losa rota sin retirar la tarjeta, quitó el vaso y se quedó esperando a que la ara?a se escabullera. Pero el bicho se quedó allí, inmóvil, sobre la cara de un osito de peluche que había en la tarjeta. Hombre y ara?a se contemplaron mutuamente.
Entonces le vino a la cabeza algo que le había dicho la se?ora Higgler, y las palabras salieron de su boca sin que él se diera ni cuenta. A lo mejor fue cosa del diablo que llevaba dentro. Probablemente fuera más bien el alcohol.
—Si ves a mi hermano —le dijo Gordo Charlie a la ara?a—, dile que debería dejarse caer por aquí un día de éstos para saludar.
La ara?a se quedó donde estaba y levantó una pata, casi como si estuviera pensándoselo y, luego, echó a andar por la losa en dirección al seto y desapareció.
Rosie se ba?ó, le dio un besito cari?oso en la mejilla y se fue a su casa.
Gordo Charlie encendió la tele, pero se dio cuenta de que estaba dando cabezadas, de modo que la apagó y se fue a la cama. Tuvo un sue?o tan extra?o y real que habría de recordarlo toda la vida.
Hay un detalle que te dice sin lugar a dudas que algo es un sue?o: que transcurra en un lugar en el que nunca has estado en tu vida real. Gordo Charlie no había estado jamás en California. Nunca había puesto un pie en Beverly Hills. Sí lo había visto suficientes veces en el cine y en la televisión, sin embargo, como para sentir una agradable sensación al reconocerlo. Era una fiesta.
Las luces de Los ángeles parpadeaban y brillaban más abajo.
En la fiesta había dos clases de gente claramente diferenciadas: los que llevaban bandejas de plata, repletas de perfectos canapés, y los que se comían o rechazaban los canapés que les ofrecían. Los miembros del segundo grupo circulaban por la casa intercambiando chismes, sonriendo, charlando, tan seguros de su importancia dentro de la sociedad hollywoodiense como lo estaban los cortesanos en la corte del Japón medieval —y, del mismo modo que en la corte del Japón medieval, todos estaban seguros de que, con un empujón más, estarían a salvo—. Había actores que querían ser estrellas, estrellas que anhelaban convertirse en productores independientes, productores independientes que se morían por la seguridad de un contrato con un gran estudio, directores que querían ser estrellas, directivos de grandes estudios que querían trabajar para un estudio aún mayor, abogados que trabajaban para el departamento legal de un estudio que querían gustar por sí mismos, o en todo caso, simplemente gustarle a alguien.
En el sue?o de Gordo Charlie, se veía a sí mismo desde dentro y desde fuera al mismo tiempo, y en realidad no era él mismo. Normalmente, en sus sue?os, Gordo Charlie solía verse sentado, afrontando un interrogatorio sobre algún apunte de contabilidad doblado que había olvidado investigar, sabiendo que cuando se pusiera en pie descubriría que aquella ma?ana había olvidado ponerse los pantalones. En sus sue?os, Gordo Charlie era él, sólo que en versión torpe.
En aquel sue?o no.