Los Hijos de Anansi

—Bien —dijo Gordo Charlie—, me consta que está llevando a cabo las gestiones pertinentes para solucionarlo. Pero, efectivamente, estas cosas llevan su tiempo.

 

—Sí —dijo ella—, supongo que sí. He llamado a la BBC y me han dicho que, tras el fallecimiento de Morris, han librado varios pagos a su nombre. ?Sabía usted que acaban de lanzar la edición completa en DVD de Morris Livingstone, supongo? Y están preparando también la edición conjunta de Volvemos en breve y Del derecho y del revés para sacarla al mercado estas Navidades.

 

—No lo sabía —admitió Gordo Charlie—, pero seguro que Grahame Coats está al tanto de ello. Está siempre muy pendiente de ese tipo de cosas.

 

—He tenido que comprar yo misma el DVD —dijo en tono afligido—. Ha resucitado todos mis recuerdos. El ajetreo del maquillaje, el olor de aquella sala de la BBC... Me ha hecho sentir a?oranza de los focos; puede que todo esto que le cuento no le importe nada. Así fue como conocí a Morris, ?sabe? Yo era bailarina. Tenía entonces mi propia carrera.

 

Gordo Charlie le dijo que le haría saber a Grahame Coats que el director de la sucursal estaba algo inquieto y, a continuación, se despidió y colgó el teléfono.

 

Se puso a pensar cómo era posible que alguien echara de menos los focos.

 

En las peores pesadillas de Gordo Charlie, se veía a sí mismo sobre un enorme escenario bajo la luz de un foco, y entre las sombras había gente cuyo rostro no podía ver que intentaba obligarle a cantar. No podía huir ni esconderse; al final, siempre lo encontraban y lo subían a rastras al escenario, ante los rostros expectantes de varias docenas de espectadores. Siempre se despertaba justo antes de empezar a cantar, trémulo y sudoroso, con el corazón a punto de salírsele del pecho.

 

Otra jornada de trabajo había llegado a su fin. Gordo Charlie llevaba trabajando allí casi dos a?os. Era el empleado más antiguo, pues la plantilla de la Agencia Grahame Coats cambiaba con frecuencia. Con todo y eso, nadie se había alegrado demasiado de verlo.

 

Gordo Charlie se quedaba a veces sentado en su mesa mirando por la ventana, viendo cómo se estrellaban contra el cristal las gotas de lluvia, una lluvia gris y sin amor. En esas ocasiones, le gustaba imaginarse en alguna playa tropical, contemplando el romper de las olas frente a un mar de un azul inverosímil desde una dorada alfombra de arena. A menudo se preguntaba si la gente que había en aquella imaginaria playa, observando el vaivén de la blanca espuma de las olas, escuchando el canto de las aves exóticas que poblaban las palmeras, se preguntaba, decía, si aquellas personas so?arían alguna vez con estar en Inglaterra, viendo caer la lluvia por la ventana de un despacho del tama?o de un armario en un quinto piso, lejos de la monotonía de aquella arena como polvo de oro y del aburrimiento mortal de un día tan odiosamente perfecto que no se dejaba combatir ni con un cremoso cóctel con un generoso chorro de ron y una roja sombrillita de papel. Aquello le reconfortaba.

 

De camino a casa, se pasó por la bodega y compró una botella de vino blanco alemán. Luego, entró en el minúsculo supermercado de la esquina y compró una vela perfumada con olor a pachulí. Finalmente, se acercó a una pizzería y compró una pizza para cenar.

 

Rosie le llamó a las siete y media desde su clase de yoga para avisarle de que se iba a retrasar un poco; a las ocho, volvió a llamarle desde el coche para decirle que estaba metida en un atasco; por fin, a las nueve y cuarto le llamó diciendo que ya estaba llegando, pero para entonces, Gordo Charlie se había bebido ya casi toda la botella de vino y no había dejado más que un solitario triángulo de pizza.

 

Más tarde se preguntaría si habría sido el vino lo que le había hecho pronunciar aquellas palabras.

 

Rosie llegó a las nueve y veinte, con sus toallas y una bolsa de Tesco que contenía champús, jabones y un bote grande de Mayonesa para el pelo. Rechazó bruscamente, pero en tono jovial, la copa de vino blanco y la porción de pizza que le ofreció Gordo Charlie —había encargado algo de comer aprovechando el atasco, le explicó—. Así que Gordo Charlie se sentó en la cocina, se sirvió lo que quedaba de vino y picoteó el queso y el pimiento del trozo de pizza ya frío mientras ella iba a prepararse el ba?o. De repente, Rosie empezó a chillar como una loca.

 

Gordo Charlie se presentó en el ba?o antes de que se extinguiera el eco del primer grito y justo cuando Rosie llenaba ya sus pulmones para lanzar el segundo. Estaba convencido de que se la iba a encontrar sangrando a chorros. Nada más llegar descubrió, con sorpresa y alivio, que no había sangre. Rosie no llevaba puestos más que las bragas y un sostén azul, y se?alaba la ba?era, en cuyo centro había una enorme ara?a de campo de color pardo.

 

—Lo siento —gimió—, me ha cogido por sorpresa.

 

—Es normal —replicó Gordo Charlie—, dejaré correr el agua para que se vaya por el desagüe.

 

—Ni se te ocurra —le espetó fieramente Rosie—. Es un ser vivo. échala fuera.

 

—Vale —accedió Gordo Charlie.

 

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