Los Hijos de Anansi

En aquel sue?o, Gordo Charlie era un tipo con clase, con mucha clase. Era expeditivo, audaz, elegante, el único que, sin pertenecer al grupo de los que llevaban las bandejas, había asistido a aquella fiesta sin tener invitación. Y (cosa que dejaba estupefacto al propio so?ador, que pensaba que nada podía resultar más embarazoso que encontrarse en una fiesta a la que nadie le había invitado) se lo estaba pasando en grande.

 

A cada persona que le preguntaba, le contaba una historia diferente sobre quién era y cuál era el motivo de su presencia en la fiesta. Al cabo de media hora, la mayoría de los invitados pensaban que representaba a una firma de inversores extranjeros que estaba interesada en adquirir la totalidad de uno de los grandes estudios de Hollywood y, media hora después de eso, se había extendido el rumor de que iba a hacerle a la Paramount una oferta de compra.

 

Tenía una risa atronadora y contagiosa, y parecía estar pasándolo mejor que cualquiera de los invitados, eso desde luego. Le ense?ó al barman a preparar un cóctel que él denominaba ?Trampantojo? que, aunque parecía elaborado a base de champán, explicó, en realidad, científicamente hablando, no contenía alcohol. Había que darle un golpe de esto y otro golpe de aquello hasta que el brebaje adquiría un brillante color morado, y él lo repartía entre los invitados, apremiándoles alegremente hasta que, incluso aquellos que recelosamente habían seguido bebiendo agua con gas, como si tuvieran miedo de que aquello pudiera explotar, acababan bebiéndose encantados el morado brebaje.

 

Y entonces, siguiendo la peculiar lógica narrativa de los sue?os, se veía llevándoles a todos a la piscina y ofreciéndose a ense?arles en qué consistía el truco de Caminar sobre las Aguas. Simplemente era cuestión de confianza, les decía, de actitud, de decisión, de saber cómo hacerlo. Y todos los presentes consideraron que Caminar sobre las Aguas era un truco que estaría muy bien dominar, algo que, en lo más profundo de su alma, siempre habían sabido hacer pero habían olvidado, y aquel hombre les iba a recordar en qué consistía aquella técnica.

 

?Descálcense?, les dijo, y ellos se quitaron los zapatos —exclusivos dise?os de Sergio Rossi, de Christian Louboutin, de Renè Caovillas alineados junto a las menos glamourosas Nike, Doc Martens y los anónimos zapatos negros de piel que suelen calzar los agentes—. Entonces, formaron una especie de conga detrás de él y echaron a andar, primero por el borde de la piscina y, luego, sobre su superficie. El agua bajo sus pies estaba fría y temblaba como si fuera gelatina; algunas mujeres y varios de los hombres soltaron risitas nerviosas, y dos de los agentes más jóvenes empezaron a dar saltos sobre el agua de la piscina, como si fueran ni?os en un castillo hinchable. Allá lejos, las luces de Los ángeles brillaban en medio de la contaminación, como lejanas galaxias.

 

En poco tiempo, los invitados ocupaban cada centímetro de la piscina —unos simplemente en pie, otros bailando, moviéndose o saltando sobre el agua—. Era tal el tumulto, que el chico listo, el Charlie–tal–como–él–lo–so?aba, regresó al borde de la piscina y tomó un canapé de falafel–sahimi de una de las bandejas.

 

Una ara?a saltó desde un jazmín al hombro del chico listo. Bajó por su brazo hasta colocarse en la palma de su mano y, una vez allí, le saludó con un alegre ?Heyyy?.

 

Se produjo un silencio, como si estuviera escuchando algo que la ara?a le decía, algo que solamente él podía oír; a continuación, dijo: ?Pide, y recibirás. ?No es cierto??.

 

Volvió a depositar cuidadosamente a la ara?a sobre una hoja del jazmín.

 

Y en ese preciso instante, todos los que andaban sobre la piscina con los pies descalzos recordaron de pronto que el agua era un líquido, no un sólido, y que existía una razón por la que la gente no solía caminar —y mucho menos bailar ni saltar— sobre el agua: es imposible.

 

Aquella gente era el motor de la máquina que había generado aquel sue?o y, de repente, estaban agitando los brazos en el aire, sumergidos, con ropa y todo, en una piscina de entre uno y doce metros de profundidad, empapados, alborotados y aterrorizados.

 

Como quien no quiere la cosa, el chico listo atravesó la piscina caminando sobre las cabezas de unos y las manos de otros sin perder el equilibrio ni una sola vez. Al llegar al otro lado, donde la explanada en la que estaba la piscina hacía un quebrado y se abría sobre un vertiginoso precipicio, dio un gran salto, planeó sobre el océano de las titilantes luces nocturnas de Los ángeles y, finalmente, se perdió en sus profundidades.

 

La gente empezó a salir a gatas de la piscina. Salían enfadados, trastornados, confusos, mojados y, en algunos casos, medio ahogados...

 

Era muy temprano en la zona sur de Londres. La luz de la ma?ana era de un azul grisáceo.

 

Gordo Charlie se levantó de la cama, preocupado por el sue?o que acababa de tener, y se fue hacia la ventana. Las cortinas estaban abiertas. Se quedó contemplando el amanecer, un sol como una enorme naranja sanguina daba un tono rojizo a las grises nubes matinales. Aquél era el tipo de cielo que despierta, incluso en los más prosaicos, la necesidad de coger unos tubos de óleo y ponerse a pintar.

 

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