Los Hijos de Anansi

Mientras Ara?a se servía una cucharada de azúcar detrás de otra, Gordo Charlie tomó asiento frente a él y se quedó mirándole.

 

Había cierto aire de familia entre los dos, de eso no cabía duda. Aunque, por sí solo, aquello no bastaba para explicar esa sensación de familiaridad tan intensa que sentía Gordo Charlie cuando miraba a Ara?a. Su hermano tenía el aspecto que el propio Gordo Charlie deseaba tener en lo más profundo de su alma, cuando conseguía liberarse del tipo más bien decepcionante que veía, con monótona regularidad, en el espejo del cuarto de ba?o. Ara?a era más alto, más atractivo y más delgado. Llevaba una cazadora de cuero negra y roja y pantalones estrechos de cuero negro, y parecía muy cómodo con su aspecto. Gordo Charlie trató de recordar si era así como vestía el chico listo de su sue?o. Había algo en él que parecía venir de muy atrás: el simple hecho de estar sentado frente a frente con aquel hombre le hacía sentir patoso y contrahecho, y un poco estúpido también. No tenía que ver con el atuendo de Ara?a en sí, sino con saber que, con esa misma ropa, él parecería una especie de travestí.

 

No era el modo en que sonreía Ara?a —como si nada, con naturalidad—, sino la objetiva e inamovible certeza de que, aunque se pasara el resto de su vida practicando frente al espejo, jamás conseguiría reproducir una sonrisa tan encantadora, pinturera y decididamente simpática.

 

—Estuviste en el funeral de mamá —dijo Gordo Charlie.

 

—Quería haberme acercado al acabar para hablar contigo —respondió Ara?a—, pero no estaba muy seguro de que fuera una buena idea.

 

—Ojalá lo hubieras hecho. —Gordo Charlie recordó algo. Le dijo—: Me extra?a que no asistieras al funeral de papá.

 

Ara?a replicó:

 

—?Cómo dices?

 

—El funeral de papá. Fue en Florida, hace un par de días.

 

Ara?a sacudió la cabeza.

 

—No está muerto —dijo—. Si hubiera muerto, me habría enterado, de eso estoy seguro.

 

—Está muerto. Yo mismo lo enterré. Bueno, eché tierra sobre su féretro. Pregúntale a la se?ora Higgler.

 

Ara?a preguntó:

 

—?Cómo murió?

 

—Un paro cardíaco.

 

—Eso no significa nada. Sólo que murió.

 

—Bueno, sí, eso es lo que digo.

 

Ara?a había dejado de sonreír. Ahora tenía la vista clavada en su café como si allí pudiera encontrar la respuesta que andaba buscando.

 

—Tendré que comprobarlo —dijo Ara?a—. No es que no te crea. Pero tratándose de tu padre, incluso si tu padre es mi padre. —Y le hizo una mueca. Gordo Charlie sabía lo que significaba aquella mueca. Era la misma que él había hecho tantas veces mentalmente cuando el tema de su padre salía a relucir—. ?Sigue ella viviendo en el mismo sitio? ?En la casa de al lado de la nuestra?

 

—?La se?ora Higgler? Sí, sigue viviendo allí.

 

—No te habrás traído nada de allí, ?verdad? ?Un cuadro? ?Una foto, quizá?

 

—Me vine con una caja llena. —Gordo Charlie no había abierto aún la enorme caja de cartón. Seguía en el pasillo. Llevó la caja hasta la cocina y la colocó sobre la mesa. Cogió un cuchillo y cortó la cinta de embalar con la que la había cerrado; Ara?a introdujo la mano y rebuscó con sus finos dedos, revolviendo las fotos como si fueran las cartas de una baraja y, finalmente, sacó una foto de su madre con la se?ora Higgler que había sido tomada veinticinco a?os atrás en el porche de la casa de esta última.

 

—?Sigue existiendo ese porche?

 

Gordo Charlie trató de hacer memoria.

 

—Creo que sí —respondió.

 

Tiempo después, no podría recordar si la foto se había hecho más grande o había sido Ara?a quien se había hecho muy peque?o. Hubiera jurado que no fue ni una cosa ni otra, en realidad; sin embargo, lo que sí era un hecho indiscutible es que Ara?a se había metido dentro de la foto, que brilló, se onduló como el agua del mar y se lo tragó sin más.

 

Gordo Charlie se frotó los ojos. Eran las seis de la ma?ana y estaba solo en la cocina de su casa. Sobre la mesa estaban la caja con las fotografías y una taza vacía que dejó en el fregadero. Cruzó el pasillo en dirección a su dormitorio, se tendió en la cama y durmió hasta que sonó el despertador. Eran las siete y cuarto de la ma?ana.

 

 

 

 

 

Capítulo Cuarto

 

 

Que acaba en una velada con vino, mujeres y canciones

 

Gordo Charlie se despertó.

 

En su cabeza se mezclaban el recuerdo de un encuentro so?ado con un hermano con pinta de estrella de cine y el de uno en el que el presidente Taft venía a vivir con él y se traía al reparto completo de Tom y Jerry. Se dio una ducha y cogió el metro para ir a la oficina.

 

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