Los Hijos de Anansi

Gordo Charlie no era un hombre de natural violento; aun así, en ocasiones dejaba volar su imaginación. Sus fantasías tendían a ser modestas y reconfortantes. Cosas como tener el dinero suficiente para comer en un buen restaurante siempre que se le antojara. O tener un trabajo en el que nadie le dijera lo que tenía que hacer. O poder cantar con toda tranquilidad, en algún lugar en el que no hubiera nadie a su alrededor que pudiera oírle.

 

Aquella tarde, sin embargo, sus fantasías tomaron un cariz muy distinto: para empezar, imaginó que podía volar, y que las balas rebotaban en su pecho de acero según descendía en picado para rescatar a Rosie de las garras de unos infames villanos que intentaban secuestrarla. Ella se agarraba con fuerza y juntos escapaban hacia la puesta de sol para refugiarse en su Castillo de Hielo y entonces Rosie, en un arrebato de gratitud, decidía olvidarse de una vez por todas de esa historia de espera—a—que–este–mos–casados y empezaban a comprobar–lo rápido que podían llenar el bote...

 

Sus fantasías le hacían más llevadero el estrés que suponía trabajar en la Agencia Grahame Coats, el tener que decirle a unos que sus cheques estaban en el correo y reclamar a otros el dinero que le debían a la agencia.

 

A las seis en punto, Gordo Charlie apagó su ordenador y bajó los cinco pisos para salir a la calle. No había llovido. Sobre su cabeza, los estorninos piaban y volaban en círculos: el coro vespertino típico de una ciudad. Todos caminaban apresurados para llegar a sus respectivos destinos. La mayoría, al igual que Gordo Charlie, subían por Kingsway para coger el metro en Holborn. Andaban cabizbajos, con el aire de quien se muere por llegar a su casa cuanto antes.

 

Pero había un transeúnte que no iba a ninguna parte. Estaba allí de pie, con su cazadora de cuero negra y roja, parado frente a Gordo Charlie y todos los que, como él, se dirigían al metro. No sonreía.

 

Gordo Charlie lo vio desde lejos. Según se iba acercando más a él, todo a su alrededor se volvía irreal. El día se licuaba y, entonces, se dio cuenta de qué era lo que había estado intentando recordar todo el día.

 

—Hola, Ara?a —dijo Gordo Charlie al llegar a su altura.

 

Daba la impresión de que, en el interior de Ara?a, se había desatado una tempestad. Parecía a punto de echarse a llorar. Gordo Charlie no estaba seguro. Su cara reflejaba una intensa emoción, y también su actitud, razón por la que los viandantes apartaban la vista y miraban hacia otro lado, incómodos.

 

—He estado allí —dijo Ara?a, el tono de su voz era apagado—. Fui a ver a la se?ora Higgler. Me llevó a ver su tumba. Mi padre ha muerto y yo no me he enterado de nada.

 

Gordo Charlie replicó:

 

—También era mi padre, Ara?a.

 

Se preguntaba cómo era posible que hubiera olvidado a Ara?a, cómo había tenido el valor de despacharlo de un plumazo decidiendo que no había sido más que un sue?o.

 

—Es cierto.

 

Una nube de estorninos surcaba el cielo del atardecer; volaban en círculos y de un edificio a otro.

 

Ara?a cambió bruscamente de postura y se enderezó. Parecía haber tomado una decisión.

 

—Tienes mucha razón —afirmó—. Tenemos que hacer esto juntos.

 

—?Hacer? —preguntó Gordo Charlie—. ?A qué te refieres exactamente?

 

Pero Ara?a ya había parado un taxi.

 

—Somos dos hombres abatidos —proclamó Ara?a a los cuatro vientos—. Nuestro padre se ha marchado. En nuestro pecho late un corazón dolorido. La pena cae sobre nosotros como el polen en primavera. La oscuridad es nuestro sino, y el infortunio nuestro único compa?ero.

 

—Muy bien, caballeros —dijo alegremente el taxista—, ?adónde vamos?

 

—Allí donde se encuentran los tres remedios para la oscuridad del alma —respondió Ara?a.

 

—?Y si vamos a comernos un curry? —sugirió Gordo Charlie.

 

—Tres cosas hay, y sólo tres, que puedan aliviar el dolor de la muerte y paliar los estragos de la vida —dijo Ara?a—, a saber: vino, mujeres y una canción.

 

—El curry tampoco está mal —se?aló Gordo Charlie, pero nadie le hizo caso.

 

—?En ese orden? —preguntó el taxista.

 

—Primero el vino —respondió Ara?a—, ríos, lagos y vastos océanos de vino.

 

—Sí, se?or —dijo el taxista, y se internó en el tráfico vespertino.

 

—Todo esto me da muy malas vibraciones —protestó inútilmente Gordo Charlie.

 

Ara?a asintió.

 

—Malas vibraciones —dijo—, los dos tenemos malas vibraciones. Esta noche pondremos sobre la mesa nuestras malas vibraciones y las compartiremos, juntos podremos hacerles frente. Lloraremos nuestra pérdida. Apuraremos hasta la hez el amargo cáliz de la muerte. El dolor compartido, hermano, no se multiplica sino que se divide. Ningún hombre es una isla.

 

—No has de preguntarte jamás por quién doblan las campanas —recitó el taxista—, doblan por ti.

 

—?Epa! —exclamó Ara?a—, qué koan tan profundo acaba usted de enunciar.

 

—Gracias —dijo el taxista.

 

—Esa es justo la conclusión, sí se?or. Usted debe de ser un filósofo. Yo soy Ara?a. Y éste es mi hermano, Gordo Charlie.

 

—Charles —le corrigió su hermano.

 

—Steve —se presentó el taxista—. Steve Burridge.

 

—Se?or Burridge —dijo Ara?a—, ?qué le parecería ser nuestro chófer esta noche?

 

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