—Seguro que es la propia se?ora Klinger.
—?Charlie! El caso es que estaba pensando... ?te importa si esta noche me doy un ba?o en tu casa?
—?Quieres que te frote la espalda?
—?Charlie!
—Claro. No hay problema.
Rosie se quedó mirando a la parte trasera del coche que tenían delante y, de repente, levantó la mano de la palanca y estrujó la manaza de Gordo Charlie.
—Ya falta muy poco para que seamos marido y mujer —dijo.
—Sí, lo sé —replicó Gordo Charlie.
—Bueno, lo que quiero decir es que —dijo— tendremos tiempo de sobra para... ya sabes, ?no?
—De sobra —respondió Gordo Charlie.
—?Sabes lo que dijo mi madre en cierta ocasión? —le preguntó Rosie.
—Estoo... ?Algo relacionado con la idea de que habría que restaurar la pena de muerte?
—No, nada que ver con eso. Dijo que si una pareja de recién casados echara una moneda en un bote cada vez que hicieran el amor durante su primer a?o de matrimonio y, luego, en los a?os siguientes, fueran sacando una moneda por cada vez que lo hicieran, el bote nunca se quedaría vacío.
—?Y la moraleja es...?
—Bueno —dijo ella—, es interesante, ?no? Me pasaré por tu casa a las ocho con mi patito de goma. ?Qué tal andan tus toallas?
—Hum...
—Vale, llevaré mi propia toalla.
Gordo Charlie no creía que el mundo fuera a acabarse si echaban una monedita al bote de vez en cuando antes de echar las firmas y cortar la tarta, pero Rosie tenía sus propias ideas sobre aquella cuestión y no admitía más discusiones al respecto. El bote seguía estando completamente vacío.
Una vez en casa, Gordo Charlie se dio cuenta de que lo malo de regresar a Londres después de un viaje relámpago era que, cuando uno llega a primera hora de la ma?ana, el resto del día no tiene gran cosa que hacer.
Gordo Charlie pertenecía a esa clase de hombres a los que les gusta trabajar. Por un momento, le tentó la idea de quedarse tirado en el sofá viendo Cifras y letras en recuerdo de la temporada que pasó engrosando las listas del paro, pero luego decidió que lo más razonable era reincorporarse a su trabajo y no esperar al día siguiente. En las oficinas que la Agencia Grahame Coats tenía en Aldwych, en el quinto y último piso del edificio, podría reintegrarse a su devenir cotidiano. Durante alguna de las pausas podría reunirse con unos cuantos colegas a tomar una taza de té en la sala común y mantener con ellos una charla interesante. Ante él se abría ahora el abanico de las múltiples posibilidades que ofrecía la rutina diaria, la vida en todo su esplendor, en continua y laboriosa construcción. Todos se alegrarían de volver a verle.
—Tú no tenías que volver hasta ma?ana —le dijo al entrar Annie, la recepcionista—. Ya les he dicho a todos los que han estado llamándote por teléfono que no te reincorporarías hasta ma?ana. —No parecía precisamente contenta de verle.
—Es que no sé vivir lejos de todo esto —le respondió Gordo Charlie.
—Está claro que no —replicó ella en tono despectivo—. Deberías llamar a Maeve Livingstone. Pregunta por ti a diario.
—Creía que era Grahame Coats quien llevaba su caso.
—Pues quiere hablar contigo. Espera un momento. —Cogió el teléfono.
Siempre se referían a Grahame Coats por su nombre completo. Nadie decía ?se?or Coats?. Tampoco le llamaban nunca ?Grahame?, a secas. Era el propietario de la agencia, que ofrecía servicios personales de representación y que, a cambio, se llevaba un tanto por ciento de los beneficios que obtenían sus clientes.
Gordo Charlie se dirigió a su despacho, un minúsculo habitáculo que compartía con una buena cantidad de muebles archivadores. Había un post–it amarillo en el monitor de su ordenador, que leyó: ?Pásate por mi despacho. GC?. Atravesó el vestíbulo y se dirigió al impresionante despacho de Grahame Coats. La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos y, a continuación, no muy seguro de si alguien le había dado permiso para entrar o no, abrió la puerta y se asomó.
El despacho estaba vacío. Allí no había nadie.
—Esto... ?Se puede? —preguntó Gordo Charlie en tono discreto.
Nadie respondió. No obstante, el despacho estaba un poco manga por hombro: la librería estaba separada de la pared y se oía un ruido que parecía salir del hueco que quedaba entre ambas, como si alguien estuviera clavando algo con un mar tillo.
Cerró de nuevo la puerta con sumo cuidado y se volvió a su mesa.
Sonó el teléfono y lo cogió.
—Soy Grahame Coats. Ven a mi despacho.
Esta vez, Grahame Coats estaba sentado a su mesa de trabajo y la librería estaba bien colocada en su sitio. No invitó a Gordo Charlie a que tomara asiento. Era un hombre de tez pálida, el cabello de un rubio casi platino y con entradas. Si un buen día te tropezaras con Grahame Coats y la primera imagen que acudiera a tu mente fuera la de una comadreja albina vestida con un traje muy caro, no serías el primero.