Los Hijos de Anansi

—Qué tontería. Ella piensa que eres un buen partido.

 

—Ni siquiera una mezcla de Brad Pitt, Bill Gates y el príncipe Guillermo le parecería a tu madre ?un buen partido?. No ha nacido todavía el hombre que ella consideraría digno de ser su yerno.

 

—En serio, le caes bien —repuso Rosie, movida por una obligación moral, aunque sin demasiada convicción.

 

Que a la madre de Rosie no le gustaba Gordo Charlie era un hecho de dominio público. La cabeza de aquella mujer estaba llena de una serie de ideas preconcebidas fuertemente arraigadas que jamás se había cuestionado seriamente, enemistades heredadas y preocupaciones de todo tipo. Vivía en Un suntuoso piso en Wimpole Street, en cuyo frigorífico no había más que botellas de agua mineral y biscotes de centeno. Los fruteros que adornaban sus aparadores antiguos contenían frutas de cera, y el piso sé limpiaba dos veces por semana.

 

En su primera visita a la casa de su futura suegra, Gordo Charlie le hincó el diente a una de aquellas manzanas de cera. Estaba muy nervioso, tan nervioso que cogió una manzana —en su defensa, habría que alegar que se trataba de una réplica muy realista— y le dio un mordisco. Rosie se puso a gesticular como una loca para avisarle y Gordo Charlie escupió el trozo de cera en su mano y le cruzó por la mente la idea de fingir que le gustaba la fruta de cera, o que sabía desde el principio que la manzana era de cera y había querido hacerse el gracioso; sin embargo, la madre de Rosie levantó una ceja, se acercó hasta donde él estaba, le quitó la manzana mordida de las manos y le explicó en pocas palabras lo caras que eran las frutas de cera, si es que podías encontrarlas, y, a continuación, la tiró a la basura. Gordo Charlie se quedó sentado en el sofá el resto de la tarde con un desagradable sabor a vela en la boca, mientras la madre de Rosie lo vigilaba para asegurarse de que no intentaba comerse ninguna otra de sus preciosas frutas de cera ni hincarle el diente a la pata de una de sus sillas de estilo chippendale.

 

Sobre el aparador había también grandes fotografías en color con marcos de plata: fotos de Rosie cuando era ni?a y fotos de sus padres. Gordo Charlie las estudió detenidamente, buscando alguna pista que le ayudase a aclarar el misterio que Rosie constituía para él. Su padre, que había muerto cuando Rosie tenía quince a?os, debía de haber sido un hombre gigantesco. Primero había sido cocinero, luego chef y, por último, restaurador. Lucía un aspecto impecable en todas las fotos, como si un equipo de vestuario se hubiera ocupado de él justo antes de cada disparo; corpulento y sonriente, en todas ellas aparecía con el brazo doblado para que su mujer se agarrase de él.

 

—Era un cocinero asombroso —dijo Rosie.

 

En esas mismas fotos, su madre aparecía sonriendo y con una figura curvilínea. Ahora, veinte a?os después, se daba un aire a Eartha Kitt en versión anoréxica, y Gordo Charlie no la había visto sonreír ni una sola vez.

 

—?Tu madre cocina alguna vez? —le preguntó a Rosie tras aquel primer encuentro.

 

—No lo sé. Yo nunca la he visto hacerlo.

 

—?Y qué come? Quiero decir, no se puede vivir sólo a base de agua y biscotes.

 

Rosie respondió:

 

—Creo que le traen la comida a casa.

 

Gordo Charlie pensaba que seguramente la madre de Rosie se transformaba en murciélago por la noche y salía volando por la ventana para chuparles la sangre a los pobres incautos que dormían a pierna suelta. Le había comentado su teoría a Rosie en una ocasión, pero ella no le había visto la gracia por ninguna parte.

 

Su madre le había dicho a Rosie que no le cabía ninguna duda de que Gordo Charlie quería casarse con ella por su dinero.

 

—?Qué dinero? —le preguntó entonces Rosie.

 

Su madre gesticuló se?alando el piso, incluyendo las frutas de cera, los muebles antiguos y los cuadros que adornaban las paredes, y frunció los labios.

 

—Pero todo eso es tuyo —le dijo Rosie, que vivía del sueldo que le pagaban en la organización benéfica para la que trabajaba y que tenía su sede en Londres (el salario no era muy alto, así que Rosie había tenido que echar mano del dinero que había heredado de su padre. Con eso había podido comprarse un modesto piso, que había tenido que compartir sucesivamente con múltiples compa?eros australianos y neozelandeses, y también un Golf de segunda mano).

 

—Yo no voy a vivir eternamente —lloriqueó su madre, dejando muy claro que estaba firmemente resuelta a vivir eternamente, a fuerza de adelgazar y de endurecer sus músculos hasta hacerse de piedra, y comiendo cada vez menos hasta ser capaz de sobrevivir a base de aire, de frutas de cera y de mala leche.

 

En el coche, según llevaba a Gordo Charlie a su casa desde el aeropuerto de Heathrow, Rosie decidió que lo mejor era cambiar de tema.

 

—Estoy sin agua en casa. Han cortado el agua en todo el edificio.

 

—?Y eso por qué?

 

—Mi vecina de abajo, la se?ora Klinger, dice que algo gotea por ahí.

 

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