Los Hijos de Anansi

Gordo Charlie trató de imaginar cómo habían sido sus padres antes de que él naciera.

 

—Siempre fue un hombre bien parecido —musitó la se?ora Higgler, como si estuviera leyendo en alto sus pensamientos—, hasta el final. Tenía una sonrisa que podía hacer temblar las rodillas de cualquier chica. Y siempre iba de punta en blanco. Todas las se?oras le adoraban.

 

Gordo Charlie sabía cuál iba a ser la respuesta antes de formular la pregunta.

 

—?Usted...?

 

—?Te parece bonito preguntarle una cosa así a una respetable viuda? —Dio un sorbo a su café. Gordo Charlie se quedó esperando su respuesta. Ella dijo—: Le besé. Hace mucho, muchísimo tiempo, antes de que conociera a tu madre. Besaba bien, endiabladamente bien. Creí que él me llamaría, que me llevaría otra vez a bailar, pero se esfumó. Estuvo fuera... ?cuánto? ?Un a?o? ?Dos? Y para cuando regresó yo ya me había casado con el se?or Higgler y él estaba con tu madre. La conoció allá, en las islas.

 

—?Se disgustó con él?

 

—Yo era una mujer casada. —Dio otro sorbo al café—. Y era imposible odiarle. Ni siquiera podía una enfadarse de verdad con él. Y cómo la miraba... qué demonios, si alguna vez me hubiera mirado de ese modo, me habría muerto tan contenta. ?Sabías que, cuando se casaron, yo fui la dama de honor de tu madre?

 

—No, no lo sabía.

 

El aparato de aire acondicionado empezaba a regurgitar aire frío. Seguía oliendo como un perro pastor con el pelo mojado.

 

Gordo Charlie preguntó:

 

—?Cree usted que fueron felices?

 

—Al principio, sí. —Levantó su inmensa taza isoterma, parecía disponerse a darle otro sorbo, pero cambió de opinión—. Al principio, sí. Pero ni siquiera ella fue capaz de captar su atención por mucho tiempo. Tenía demasiadas cosas que hacer. Era un hombre muy ocupado, tu padre.

 

Gordo Charlie trataba de averiguar si la se?ora Higgler le estaba tomando el pelo. No estaba seguro. Lo cierto es que no sonreía.

 

—?Muchas cosas que hacer? ?Como por ejemplo? ?Pescar desde los puentes? ?Jugar al dominó en el porche? ?Esperar la inevitable invención del karaoke? No era un hombre ocupado. En todo el tiempo que yo le conocí, no creo haberle visto trabajar un solo día.

 

—?No deberías decir una cosa así de tu padre!

 

—Bueno, es la verdad. Era un cerdo. Un marido de mierda y un padre de mierda.

 

—?Pues claro que lo era! —respondió la se?ora Higgler, furiosa—. Pero no puedes medirle con el mismo rasero que a un hombre cualquiera. No olvides nunca, Gordo Charlie, que tu padre era un dios.

 

—?Un dios comparado con los demás hombres?

 

—No. Un dios, a secas —lo dijo sin poner el menor énfasis en sus palabras, tan rotunda y normalmente como podría haber afirmado ?era diabético? o, simplemente, ?era negro?.

 

Gordo Charlie quiso hacer algún chiste al respecto, pero la mirada de la se?ora Higgler lo disuadió, y así, de repente, no se le ocurrió ningún comentario gracioso. Así que replicó en tono amable:

 

—No era un dios. Los dioses son especiales. Míticos. Hacen milagros y cosas así.

 

—Eso mismo —respondió la se?ora Higgler—. No podíamos decírtelo mientras estaba vivo, pero ahora que ha muerto, no hay por qué callar.

 

—No era un dios. Era mi padre.

 

—Se pueden ser las dos cosas al mismo tiempo —dijo—. Esas cosas pasan.

 

Era como discutir con una lunática, pensó Gordo Charlie. Se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era cerrar la boca, pero su lengua siguió hablando. En ese momento, su lengua estaba diciendo:

 

—Mire. Si mi padre hubiera sido un dios, habría tenido poderes divinos.

 

—Y los tenía. Ahora, que nunca hizo mucho uso de ellos, cuidado. Pero era viejo. Y, a propósito: ?cómo te crees que se las arreglaba para vivir sin trabajar? Cuando necesitaba dinero, jugaba a la lotería, o bajaba a Hallendale y apostaba en las carreras de galgos o de caballos. Nunca ganaba demasiado, para no llamar la atención. Sólo lo justo para ir tirando.

 

Gordo Charlie no había ganado nada en toda su vida. Nada en absoluto. Siempre que participaba en alguna porra de las que se organizaban a veces en la oficina, lo hacía convencido de que su caballo nunca abandonaría los cajones de salida, o de que su equipo acabaría descendiendo a cuarta regional, perdido en el cementerio de elefantes del deporte organizado. Era una espina que jamás se había podido sacar.

 

—Si mi padre era un dios (algo que no estoy dispuesto a admitir de ninguna de las maneras, debo decir), entonces, ?por qué no soy yo también un dios? Quiero decir, lo que usted me está diciendo es que soy hijo de un dios, ?no?

 

—Está claro.

 

—Bien, y entonces, ?por qué no soy capaz de escoger un caballo ganador o de hacer milagros o cosas por el estilo?

 

Ella hizo un gesto como de quitarle importancia a la cuestión.

 

—Tu hermano heredó todas esas historias.

 

Gordo Charlie se dio cuenta de que estaba sonriendo. Respiró tranquilo. Después de todo, era una broma.

 

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