Los Hijos de Anansi

La se?ora Dunwiddy se chupó los dedos con su peque?a lengua morada y se acercó arrastrando los pies a Gordo Charlie, que aún no había tocado la comida. Cuando era peque?o, estaba convencido de que la se?ora Dunwiddy era una bruja. No una bruja buena, sino más bien la clase de bruja que los ni?os tenían que meter en el horno para poder escapar de sus garras. Aquélla era la primera vez que la veía en más veinte a?os, y aún tenía que contenerse para no gritar y correr a esconderse debajo de la mesa.

 

—He visto morir a un buen montón de gente —dijo la se?ora Dunwiddy— en lo que llevo de vida. Si llegas a hacerte lo bastante viejo, tú también lo verás. Todo el mundo se muere tarde o temprano, y si no, al tiempo. —Hizo una pausa—. Así y todo, nunca pensé que tu padre pudiera morirse. —Y sacudió la cabeza.

 

—?Cómo era? —preguntó Gordo Charlie—. ?Cómo era él de joven?

 

La se?ora Dunwiddy le miró a través de los cristales de sus gafas, gruesos como el culo de una botella y, frunciendo los labios, volvió a sacudir la cabeza.

 

—No conocí esos tiempos —fue todo lo que dijo—. Cómete esas manitas de vaca.

 

Gordo Charlie suspiró y empezó a comer.

 

Más tarde, Gordo Charlie y la se?ora Higgler se quedaron solos en la casa.

 

—?Dónde vas a dormir esta noche? —preguntó la se?ora Higgler.

 

—Había pensado quedarme en algún motel —respondió Gordo Charlie.

 

—?Teniendo aquí una habitación tan buena como cualquier otra? ?Y una casa tan buena como cualquier otra un poco más abajo? Ni siquiera has ido a verla todavía. Si quieres saber mi opinión, te diré que tu padre habría querido que te quedaras allí.

 

—Prefiero estar solo. Y tampoco creo que me sintiera cómodo pasando la noche en casa de mi padre.

 

—En fin, tú sabrás, no soy yo quien va a tirar tontamente su dinero —dijo la se?ora Higgler—. De todos modos, tendrás que decidir lo que vas a hacer con la casa de tu padre. Y con todas sus cosas.

 

—Me da igual —contestó Gordo Charlie—. Podemos poner un mercadillo, subastarlas en eBay o tirarlas al vertedero.

 

—Pero bueno, ?qué clase de actitud es ésa? —Revolvió entre los contenidos de un cajón de la cocina y sacó una llave con una gran etiqueta—. Me dio una llave cuando se mudó, por si perdía la suya o se la dejaba dentro o cualquier cosa. Solía decir que sería capaz de perder la cabeza si no la llevara pegada al cuello. Cuando vendió la casa de al lado, me dijo: ?No te preocupes Callyanne, no me voy muy lejos?; había vivido en esa casa desde siempre, por lo que yo recuerdo, pero de repente decidió que era demasiado grande y que necesitaba mudarse...

 

Y sin dejar de hablar le condujo fuera de la casa y le llevó carretera abajo en su camioneta granate hasta una casa de madera de un solo piso.

 

Abrió con su llave la puerta principal y entraron.

 

El olor le resultaba familiar: levemente dulzón, como si la última vez que alguien usó el horno hubiera hecho un bizcocho con trocitos de chocolate, pero aquello habría sucedido hacía mucho tiempo. Hacía demasiado calor allí dentro. La se?ora Higgler le llevó hasta el peque?o cuarto de estar y encendió el aparato de aire acondicionado que había bajo la ventana. El aparato vibraba y se movía, olía como a perro pastor, y empezó a poner en circulación el aire caliente de la sala.

 

Había libros apilados alrededor de un decrépito sofá que Gordo Charlie recordaba de cuando era ni?o, y fotografías enmarcadas: una, en blanco y negro, era de la madre de Gordo Charlie cuando era joven, llevaba el pelo recogido en la coronilla, negro y brillante, y un vestido de lentejuelas; junto a ella, había una foto de Gordo Charlie, debía de tener unos cinco o seis a?os, y estaba de pie junto a una puerta de espejo de suerte que, a primera vista, parecía que hubiera dos peque?os Gordos Charlies, uno junto a otro, que observaban desde la foto con expresión seria.

 

Gordo Charlie cogió el libro que había en lo alto de la pila. Era un libro sobre arquitectura italiana.

 

—?Le interesaba la arquitectura?

 

—Le apasionaba, sí.

 

—No lo sabía.

 

La se?ora Higgler se encogió de hombros y bebió un sorbo de café.

 

Gordo Charlie abrió el libro y vio el nombre de su padre primorosamente escrito en la primera página. Cerró el libro.

 

—Nunca llegué a conocerle, en realidad —dijo Gordo Charlie.

 

—Nunca fue fácil intimar con él —respondió la se?ora Higgler—. Yo le conocía desde hace... ?cuánto?, ?sesenta a?os? Y tampoco sabía gran cosa de él.

 

—Debió usted de conocerle cuando era un ni?o.

 

La se?ora Higgler vaciló un momento. Parecía estar haciendo memoria. Luego, dijo en voz muy baja:

 

—Le conocí cuando yo era ni?a.

 

Gordo Charlie sintió que debía cambiar de tema, de modo que se?aló la foto de su madre.

 

—Tiene ahí una foto de mamá —dijo.

 

La se?ora Higgler sorbió su café.

 

—Se la hicieron en un barco antes de que tú nacieras. Era uno de esos barcos a los que se podía ir a cenar, navegaba unos cinco o seis kilómetros, salía a mar abierto, y después de la cena se jugaba, como en un casino. Luego, regresaba. No sé si todavía existen barcos de ésos. Tu madre me dijo que aquélla había sido la primera vez que comió bistec.

 

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