Los Hijos de Anansi

Gordo Charlie se aguantó las ganas de decirle que aquel día había recorrido ya más de seis mil kilómetros, que había alquilado un coche en Orlando y había venido conduciendo desde allí, que se había equivocado de salida, y que a qué mente privilegiada se le había ocurrido la feliz idea de construir un parque cementerio detrás de un Wal–Mart en el quinto pino. Siguieron caminando, pasaron por delante de un inmenso edificio de hormigón que olía a formaldehído y llegaron a una tumba abierta justo en el confín más lejano del recinto. Más allá había tan sólo una valla muy alta y, más allá de la valla, una selva de árboles, palmeras y vegetación diversa.

 

En el interior de la tumba había un modesto ataúd de madera. Ya habían echado bastante tierra sobre él. Junto a la tumba había un montón de tierra y una pala.

 

La se?ora Higgler cogió la pala y se la pasó a Gordo Charlie.

 

—El servicio ha estado muy bien —dijo la se?ora Higgler—. Han venido algunos amigotes de tu padre y las vecinas de nuestra calle. Siguió manteniendo el contacto con sus viejos vecinos después de mudarse. A él le habría gustado. Claro, que le habría gustado todavía más que tú hubieras estado presente. —Sacudió la cabeza—. Venga, dale a la pala. Y si quieres decirle algunas palabras de despedida, hazlo mientras lo entierras.

 

—Pensaba que bastaría con que echara una o dos paladas —dijo—, un simple detalle.

 

—Le he soltado treinta pavos al enterrador para que ahuecara —respondió la se?ora Higgler—. Le dije que el hijo del difunto tenía que venir en avión desde Inglaterra y que querría cumplir con su padre. Cumplir como es debido, no tener ?un simple detalle?.

 

—Vale —replicó Gordo Charlie—. Estupendo. Lo he entendido.

 

Se quitó la americana y la colgó de la valla. Se aflojó la corbata, se la sacó por la cabeza y la guardó en un bolsillo de la chaqueta. Comenzó a echar la tierra a paletadas en el interior de la tumba abierta. El aire de Florida era denso como un puré.

 

Al cabo de un rato empezó más o menos a llover, lo que quiere decir que del cielo caía agua, pero que no terminaba de decidirse a ser lluvia. Ese tipo de lluvia que, si empieza a caer mientras conduces, no sabes si poner en marcha el limpiaparabrisas o no. Si estás a la intemperie, manejando la pala, simplemente sudas más, te empapas más la ropa y estás más incómodo. Gordo Charlie siguió dándole a la pala, y la se?ora Higgler se quedó allí de pie, con los brazos cruzados sobre su gargantuesco pecho, con el vestido húmedo por la casi–lluvia, y su sombrero de paja adornado con una rosa de seda negra, vigilándole mientras él enterraba el féretro.

 

La tierra se convirtió en barro y se hizo, si cabe, más pesada.

 

Tras lo que le pareció toda una vida —una vida muy ingrata, por cierto—, Gordo Charlie echó la última palada de tierra y la compactó.

 

La se?ora Higgler se acercó a él. Cogió su chaqueta de la valla y se la alargó.

 

—Estás empapado hasta los huesos, y te has puesto perdido de tierra y de sudor, pero has crecido. Bienvenido a casa, Gordo Charlie —le dijo, sonriendo, y lo estrechó contra su inconmensurable pecho.

 

—No estoy llorando —dijo Gordo Charlie.

 

—Hala, date prisa —le replicó la se?ora Higgler.

 

—Son gotas de lluvia —insistió Gordo Charlie.

 

La se?ora Higgler no dijo nada. Se limitó a agarrarle y a zarandearle de atrás a adelante y, al cabo de unos minutos, Gordo Charlie dijo:

 

—Ya está. Ya estoy mejor.

 

—Tengo comida en casa —dijo la se?ora Higgler—. Vamos, te prepararé algo.

 

Al llegar al aparcamiento, Gordo Charlie se limpió el barro de los zapatos, luego se metió en su coche gris de alquiler y siguió a la camioneta granate de la se?ora Higgler por calles que no existían hace veinte a?os. La se?ora Higgler conducía como si acabara de descubrir la enorme taza de café con la que llevaba so?ando largo rato y su única misión en la vida fuera beber todo el café que pudiera mientras conducía lo más rápido posible; y Gordo Charlie la seguía como podía, pisando el acelerador a fondo nada más abrirse los semáforos, mientras trataba de hacerse una idea de dónde estaban.

 

Entonces, torcieron por una calle y, con aprensión creciente, se dio cuenta de que la reconocía. Era la calle en la que había vivido de ni?o. Hasta las casas tenían más o menos el mismo aspecto, aunque ahora la mayoría de los jardines delanteros estaban rodeados por impresionantes verjas de alambre.

 

Había un montón de coches aparcados enfrente de la casa de la se?ora Higgler. Aparcó detrás de un viejo Ford de color gris. La se?ora Higgler caminó hasta la puerta delantera y abrió con su llave.

 

Gordo Charlie se echó un vistazo, estaba lleno de barro y empapado en sudor.

 

—No puedo entrar con esta pinta —dijo.

 

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