—No. Soy yo. Charles Nancy. Hace a?os vivía en la casa de al lado de la suya.
—?Gordo Charlie? Vaya una casualidad. Me he pasado toda la ma?ana buscando tu número. Lo he puesto todo patas arriba, a ver si lo encontraba, ?te quieres creer que no ha habido manera de que aparezca? A mí me da que lo apunté en una libreta vieja de ésas donde llevo yo mis cuentas. Pues ya te digo, lo he puesto todo patas arriba. Y luego me he dicho, Callyanne, ésta es una buena ocasión para rezar y esperar que el Todopoderoso te escuche y te ilumine, y entonces me he puesto de rodillas, bueno, la verdad es que mis rodillas no andan muy católicas, así que sólo he juntado las manos, pero nada, que ni así he sido capaz de encontrar tu número, y mira por dónde, vas tú y me llamas, y la verdad es que mucho mejor así, en cierto modo, sobre todo porque no ando muy bien de dinero y no puedo darme el lujo de llamar al extranjero, aunque sea para una cosa como ésta, pero iba a llamarte de todos modos, claro, dadas las circunstancias...
Y, de repente, hizo una pausa, ya fuera para coger aire o para beber un sorbo de la enorme taza de café hirviendo que llevaba siempre en su mano izquierda, y Gordo Charlie aprovechó aquel instante de silencio para decir:
—Quiero pedirle a mi padre que venga a mi boda. Voy a casarme. —Se hizo un silencio al otro lado del hilo telefónico—. Aunque todavía falta, será a finales de a?o. —Al otro lado seguía oyéndose el silencio—. Se llama Rosie —a?adió, tratando de ser amable.
Empezaba a preguntarse si no se habría cortado la comunicación; por lo general, las conversaciones con la se?ora Higgler eran más bien monólogos, solía ser ella la que hablaba por los dos, y ahí estaba ahora, dejándole pronunciar tres frases seguidas sin interrumpirle. Finalmente, decidió aventurarse con la cuarta.
—Usted también está invitada, si le apetece venir —dijo.
—Ay, Dios mío, Se?or, Se?or —dijo la se?ora Higgler—. Pero ?es que nadie te lo ha dicho?
—?Decirme qué?
Así que se lo contó, con pelos y se?ales, mientras él la escuchaba sin decir una sola palabra, y cuando ella terminó de hablar, dijo:
—Gracias, se?ora Higgler. —Anotó algo en un trozo de papel y, luego, continuó—: Gracias. No, en serio, gracias. —Y colgó el teléfono.
—?Y bien? —preguntó Rosie—. ?Te ha dado su número?
Gordo Charlie respondió:
—Mi padre no vendrá a la boda —y a?adió—: Tengo que ir a Florida. —Su voz era monótona, no reflejaba emoción alguna. Lo mismo podía haber dicho: ?Tengo que pedir una chequera nueva?.
—?Cuándo?
—Ma?ana.
—?Por qué?
—El funeral. El funeral de mi padre. Ha muerto.
—Oh. Lo siento. Lo siento muchísimo. —Le rodeó con sus brazos y lo estrechó contra sí. él se quedó inmóvil como el maniquí de un escaparate—. ?Cómo ha...? ?Qué le...? ?Estaba enfermo?
Gordo Charlie negó con la cabeza.
—No quiero hablar de ello —le dijo.
Rosie le abrazó con fuerza, y asintió con aire comprensivo, y luego le soltó. Pensó que debía de estar demasiado apenado en ese momento para hablar de ello.
No lo estaba. No era que sintiera demasiada pena. Lo que sentía era una vergüenza espantosa.
Debe de haber unas cien mil maneras respetables de morir. Tirarse desde un puente para salvar a un ni?o peque?o de morir ahogado, por ejemplo, o ser acribillado a balazos intentando hacer frente a una banda de criminales. Dos formas de morir perfectamente respetables.
A decir verdad, incluso hay algunas maneras de morir bastante menos respetables que, con todo, habrían sido preferibles. La combustión espontánea, por ejemplo: desde el punto de vista médico es algo chunga y en términos científicos bastante improbable, pero aun así, la gente sigue empe?ada en abrasarse, sin dejar tras de sí nada más que una mano carbonizada aferrada todavía a un cigarrillo a medio consumir. Gordo Charlie había leído algo sobre esa cuestión en una revista; no le habría importado que su padre se hubiera marchado de ese modo. O incluso que hubiera muerto de un ataque al corazón persiguiendo a los tipos que le habían robado el dinero de la cerveza.
Así es como murió el padre de Gordo Charlie:
Había llegado temprano al bar y había estrenado la noche de karaoke cantando What's New Pussycat? Según la se?ora Higgler, que no lo había presenciado, había cantado a voz en cuello con tal potencia que, de haber sido Tom Jones, le habrían llovido bragas y sujetadores, y acabó valiéndole una cerveza gratis por cortesía de varias turistas rubias procedentes de Michigan que pensaban que aquel tipo era lo más mono que habían visto en su vida.
—Fue culpa de ellas —le había dicho amargamente la se?ora Higgler—. ?Ellas le jalearon!