Eso, le explicó Gordo Charlie, después de atragantarse con una nuez del Brasil, es en realidad lo último que quieres el día de tu boda, ?verdad?, que tu padre se presente allí y se convierta en el alma de la fiesta. Le dijo que su padre era, sin lugar a dudas, la persona más ridícula que había pisado nunca la faz de la Tierra. Y a?adió que se alegraba muchísimo de no haber visto en muchos a?os a aquel viejo cabrón, y que lo mejor que había hecho su madre en toda su vida había sido abandonar a su padre y marcharse a Inglaterra a vivir con su tía Alanna. Enfatizó sus palabras afirmando categóricamente que se dejaría matar una, dos y hasta tres veces antes de invitar a su padre. De hecho, dijo Gordo Charlie ya para terminar, lo mejor de casarse era que no tenía que invitar a su padre a la boda.
Y entonces, Gordo Charlie vio la expresión que Rosie tenía en la cara y el gélido centelleo en sus ojos, habitualmente afables, y se apresuró a corregir lo que acababa de afirmar, explicándole que había querido decir la segunda mejor cosa, pero ya era demasiado tarde.
—Pues vas a tener que ir haciéndote a la idea —dijo Rosie—. Después de todo, una boda es una ocasión perfecta para cerrar viejas heridas y tender puentes. Te dará la oportunidad de demostrarle que no le guardas rencor.
—Pero es que sí le guardo rencor —replicó Gordo Charlie—. Y mucho.
—?Tienes una dirección donde se le pueda localizar? —preguntó Rosie—. ?O un número de teléfono? Creo que deberías llamarle, mejor. Una carta resulta algo impersonal cuando el que se casa es tu único hijo... Porque eres su único hijo, ?verdad? ?Tiene correo electrónico?
—Sí. Soy su único hijo. Y no tengo ni idea de si tiene correo electrónico o no. Probablemente, no —respondió Gordo Charlie.
Las cartas eran un buen medio de comunicación, pensó. Para empezar, podían perderse por el camino.
—En fin, tendrás alguna dirección o un número de teléfono.
—Pues no —dijo Charlie, y era sincero.
A lo mejor su padre se había mudado. Podría haberse marchado de Florida y haberse ido a otro lugar donde no hubiese teléfonos. Ni direcciones.
—Vale —replicó Rosie, hosca—, ?y quién puede tenerlos?
—La se?ora Higgler —respondió Gordo Charlie, dándose por vencido.
Rosie le sonrió con dulzura.
—?Y quién es la se?ora Higgler? —preguntó.
—Una amiga de la familia —replicó Gordo Charlie—. Cuando yo era ni?o, vivía en la casa de al lado.
Había hablado con la se?ora Higgler varios a?os antes, cuando su madre estuvo a punto de morir. La había llamado por teléfono, a petición de su madre, para que avisara al padre de Gordo Charlie y le dijera que se pusiera en contacto con ellos. Y unos días después, Gordo Charlie se encontró un mensaje en el contestador —habían llamado mientras él estaba trabajando— con la inconfundible voz de su padre, aunque parecía bastante más viejo y un poco borracho.
El mensaje decía que no era un buen momento, y que sus negocios no le permitían abandonar el país. Y luego a?adía que, ante todo, la madre de Gordo Charlie era una mujer de bandera. Varios días después, llegó un centro de flores al hospital. La madre de Gordo Charlie soltó un bufido al leer la nota.
—?Se cree que voy a dejarme conquistar tan fácilmente? —dijo—. Algo está tramando, de eso estoy segura.
Pero le pidió a la enfermera que colocara las flores en un lugar preferente junto a su cama y, desde ese momento, no dejó de preguntarle a Gordo Charlie si su padre había dicho algo de venir a verla antes de morir.
Gordo Charlie le contestaba que a él no le había dicho nada. Llegó a odiar aquella pregunta, y lo que él le respondía, y la expresión de la cara de su madre al oír su respuesta: no, su padre no iba a venir.
El peor día de todos, en opinión de Gordo Charlie, fue el día en que el médico, un hombre bajito y antipático, cogió a Gordo Charlie en un aparte y le dijo que ya no le quedaba mucho tiempo, que su madre se estaba consumiendo muy rápido, y que ya sólo podían hacerle más llevaderos sus últimos días.
Gordo Charlie asintió y volvió junto a su madre. Ella le cogió la mano, y le estaba preguntando si se había acordado de pagar su factura del gas, cuando empezó a armarse un follón en el pasillo —estampidos, ruido de pisadas, un repiqueteo, algo así como una orquesta con sus metales, su percusión y un contrabajo—, la clase de estruendo que no suele oírse en los pasillos de un hospital, donde tienen unos carteles en las paredes que ruegan silencio y las feroces miradas de las enfermeras se encargan de que la gente los obedezca.
El estrépito era cada vez mayor.
Por un momento, Gordo Charlie pensó que podía ser un ataque terrorista. Sin embargo, su madre sonrió débilmente al oír aquello.
—Pájaro amarillo —susurró.
—?Qué? —preguntó Gordo Charlie, temiendo que hubiera empezado ya a delirar.
—Pájaro amarillo —dijo ella un poco más alto y con voz más firme—. Es la canción que están tocando. [2]