Gordo Charlie sólo fue gordo unos cuantos a?os, desde poco antes de cumplir los diez —que fue cuando su madre anunció a los cuatro vientos que si había alguien de quien no quería volver a saber nada en toda su vida (y si el caballero en cuestión tenía algo que objetar al respecto se podía meter sus objeciones exactamente por donde ya sabéis) era de aquel viejo fantoche con el que había cometido el desgraciado error de casarse, y que tenía intención de largarse a la ma?ana siguiente muy lejos de allí, y que más le valía no intentar siquiera ir tras ella— hasta los catorce a?os, edad en la que Gordo Charlie dio un estirón y empezó a hacer más ejercicio. No estaba gordo. A decir verdad, ni siquiera estaba rellenito, simplemente su contorno tenía un aspecto un tanto fofo. Pero ya nunca pudo deshacerse del sobrenombre de Gordo Charlie; era como un chicle pegado en la suela de una zapatilla. él se presentaba como Charles o, recién cumplidos los veinte, como Chaz o, por escrito, como C. Nancy, pero era inútil: su apodo terminaba por abrirse paso, se infiltraba en aquella nueva etapa de su vida del mismo modo que las cucarachas se cuelan por las rendijas y salen de detrás de la nevera invadiéndolo todo en una cocina nueva y, le gustara o no —que no le gustaba— acababa siendo otra vez Gordo Charlie.
Ello se debía, estaba convencido, irracionalmente convencido, a que había sido su padre quien le había puesto aquel mote, y cuando su padre te adjudicaba un nombre, te quedabas con él.
Había un perro que vivía en la casa de enfrente, en Florida, en la calle donde creció Gordo Charlie. Era un bóxer de pelo casta?o, con largas patas y orejas de punta que, por su cara, parecía seguir siendo un cachorro que se hubiera dado de bruces contra una pared. Andaba con la cabeza erguida y el mu?ón del rabo bien tieso. Era, sin lugar a dudas, un aristócrata de la raza canina. Había llegado a competir en varios concursos. Tenía medallas como el Mejor de Raza y Mejor de Grupo e incluso una que lo reconocía como el Mejor de la Muestra. Aquel perro ostentaba con orgullo el nombre de Macinrory Arbuthnot Campbell VII, y sus due?os, en la intimidad, le llamaban Kai. Así fue hasta el día en que el padre de Charlie el Gordo, sentado en el desvencijado columpio del porche de la casa familiar, bebiendo una cerveza, se fijó en el perro que andaba de acá para allá en el jardín de enfrente, entre la palmera a la que estaba atado y la valla.
—Menuda cara de lelo tiene ese perro —dijo el padre de Gordo Charlie—. Igualito que el amigo ese del pato Donald. ?Eh, Goofy! [1]
Y el que una vez fuera el Mejor de la Muestra de repente dio un patinazo y ya no volvió a ser el mismo. Para Gordo Charlie fue como si desde ese momento viera al perro a través de los ojos de su padre, y lo viera lelo de verdad, bien mirado. Casi parecía mentira.
No pasó mucho tiempo antes de que el mote corriera de boca en boca por toda la calle. Los due?os de Macinrory Arbuthnot Campbell VII se rebelaron, pero era como escupir contra el viento. Hasta los extra?os le daban palmaditas en la cabeza al otrora orgulloso bóxer, diciendo: ?Hola, Goofy. ?Qué tal, chico??. Sus due?os dejaron de presentarlo a concursos poco tiempo después de aquello. Ya no tenían valor para hacerlo. ?Tiene cara de lelo?, sentenciaban los jueces.
Los motes acu?ados por el padre de Gordo Charlie eran definitivos. Sin más.
Pero aquélla estaba lejos de ser la peor cualidad de su padre.
Habían sido varias, a lo largo de la infancia de Gordo Charlie, las cualidades candidatas al título de peor: su ojo estrábico y sus igualmente inquietas manos, a juzgar por lo que decían las jovencitas del vecindario, que trasladaban sus quejas a la madre de Gordo Charlie, armándose entonces la marimorena; los peque?os cigarros negros que solía fumar y que él llamaba puritos, cuyo olor se quedaba impregnado en cualquier cosa que el hombre tocara; su afición a una peculiar variante del claque, en la que se arrastran los pies y que debió de estar de moda, sospechaba Gordo Charlie, durante una media hora en el Harlem de los a?os veinte; su total y obstinada ignorancia de lo que ocurría en el mundo, combinada con su aparente convencimiento de que las comedias televisivas eran auténticos reportajes de una hora sobre las vidas y peripecias de la gente normal. De entre todas éstas, en opinión de Gordo Charlie, ninguna era, por sí sola, la peor cualidad de su padre, aunque, sumadas todas ellas, representaban lo peor de él.
Lo peor del padre de Gordo Charlie era sencillamente una cosa: le avergonzaba.
Sin duda, todos los padres son motivo de vergüenza para sus hijos. Son gajes del oficio. La naturaleza misma de todo padre es avergonzar a sus hijos por el mero hecho de existir, del mismo modo que la naturaleza de los hijos a cierta edad es morirse de vergüenza, ruborizarse hasta las orejas y padecer un infierno tan sólo con que sus padres les dirijan la palabra por la calle.
El padre de Gordo Charlie, sin embargo, lo había elevado a la categoría de arte, y disfrutaba con ello del mismo modo que disfrutaba gastando bromas, bromas que iban de lo más sencido —Gordo Charlie jamás olvidaría la primera vez que le hizo la petaca en la cama— a la sofisticación más inimaginable.
—?Por ejemplo? —preguntó Rosie, la prometida de Gordo Charlie, una noche en que Gordo Charlie, que no solía hablar de su padre, intentaba explicarle, a trompicones, por qué estaba tan convencido de que invitar a su padre a la boda era una idea espantosamente mala. Estaban en una peque?a taberna de la zona sur de Londres. Hacía ya muchos a?os que Gordo Charlie había llegado a la conclusión de que siete mil kilómetros con el océano Atlántico de por medio era la única distancia prudente entre él y su padre.