Gordo Charlie salió a la puerta a mirar.
Avanzando por el pasillo, sin hacer caso de las protestas de las enfermeras, de las miradas de asombro de los pacientes en pijama y de sus respectivos familiares, venía hacia su habitación lo que parecía una muy reducida banda de jazz de Nueva Orleans. Había un saxofón y una gran tuba circular y también una trompeta. Había un hombre gigantesco que llevaba algo parecido a un contrabajo colgado del cuello. En efecto, era un contrabajo y el hombre tocaba con energía. Y abriendo la marcha, ataviado con un elegante traje a cuadros, un sombrero fedora de fieltro verde con el ala curvada, y guantes amarillo limón, venía el padre de Gordo Charlie. No tocaba ningún instrumento, pero venía bailando ese claque tan particular por el brillante linóleo del suelo del hospital, quitándose el sombrero ante cada uno de los médicos que se cruzaba por el camino y estrechando la mano de cuantos se acercaban para hablar con él o expresarle sus quejas.
Gordo Charlie se mordió el labio y le suplicó a quienquiera que pudiera estar escuchándole que se abriera la Tierra y lo tragara de inmediato o, de no ser ello posible, que le diera en ese mismo momento un fulminante, piadoso e irreparable infarto. No hubo suerte. él se quedó en el mundo de los vivos, la banda siguió avanzando, su padre siguió bailando y estrechando manos y sonriendo.
?Si hay justicia en este mundo —pensó Gordo Charlie—, mi padre seguirá avanzando por el pasillo y pasará por delante de nuestra sala y seguirá hasta el departamento de Urología?; sin embargo, no hubo justicia, y su padre se paró al llegar a la puerta de la sala de Oncología.
—?Gordo Charlie! —le saludó en voz lo suficientemente alta como para que a todos los que estaban en aquella sala, en aquella planta, en el hospital, les quedara bien claro que aquel tipo conocía a Gordo Charlie—. Gordo Charlie, quítate de en medio. Ha llegado tu padre.
Gordo Charlie se quitó de en medio.
La banda, encabezada por el padre de Gordo Charlie, desfiló por la sala y se dirigió a la cama que ocupaba la madre de Gordo Charlie. Ella levantó la vista al verlos llegar y sonrió.
—Pájaro amarillo —dijo con voz débil— es mi canción preferida.
—?Y qué clase de hombre sería yo si lo hubiera olvidado? —preguntó el padre de Gordo Charlie.
Ella sacudió la cabeza lentamente y alargó la mano para apretar la mano de él, enfundada en el guante amarillo limón.
—Disculpe —dijo una menuda mujer de blanco con una carpeta en la mano—, ?vienen con usted estas personas?
—No —respondió Gordo Charlie, ruborizándose—. No vienen conmigo. La verdad es que no.
—Pero ésa sí es su madre, ?no? —dijo la mujer, con ojos de basilisco—. Debo pedirle que haga que esta gente abandone la sala sin armar más jaleo.
Gordo Charlie murmuró algo.
—?Cómo dice? —preguntó la se?ora.
—Digo que no creo que yo pueda obligar a esta gente a hacer nada —respondió Gordo Charlie.
Se estaba consolando con la idea de que las cosas ya no podían ponerse peor cuando su padre cogió una bolsa de plástico que llevaba el tipo del bombo y empezó a sacar latas de cerveza negra y a repartirlas entre los músicos, las enfermeras y los pacientes. Luego, encendió un purito.
—Disculpe —dijo la mujer de la carpeta, que había visto el humo y había salido disparada hacia el padre de Gordo Charlie como un misil Scud con el temporizador enloquecido.
Gordo Charlie aprovechó la ocasión para escaquearse de allí. Parecía lo más sensato.
Aquella noche se quedó en su casa, esperando sentado a que sonara el teléfono o a que alguien llamara a la puerta, con el ánimo de quien se arrodilla ante la guillotina esperando a que la hoja bese su cuello; pero al final, el timbre de la puerta no sonó.
Apenas durmió, y al día siguiente por la tarde entró en el hospital con el rabo entre las piernas, temiéndose lo peor.
En la cama, su madre parecía más feliz y más tranquila de lo que lo había estado en meses.
—Se ha ido —le dijo a Gordo Charlie al verle entrar—. No podía quedarse más tiempo Debo decir, Charlie, que me habría gustado que no te hubieras marchado de esa manera. Acabamos montando una fiesta. Lo pasamos en grande.
A Gordo Charlie no se le ocurría nada más deprimente que tener que asistir a una fiesta en una sala llena de enfermos de cáncer, organizada por su padre y amenizada por una banda de jazz. Pero no dijo nada.