—He visto cosas peores —respondió la se?ora Higgler. Luego, alzó la barbilla y dijo—: Te diré lo que vamos a hacer, tú entras y pasas directamente al ba?o, allí puedes lavarte las manos y la cara y arreglarte un poco y, cuando estés listo, vienes a la cocina con todos.
Gordo Charlie fue al ba?o. Todo allí olía a jazmín. Se quitó la camisa llena de barro y se lavó la cara y las manos en el minúsculo lavabo, con un jabón perfumado con aroma de jazmín. Cogió una toalla para secarse el pecho y rascó los restos de barro seco de sus pantalones. Miró su camisa —que por la ma?ana, cuando se la puso, era blanca, y ahora tenía un tono más bien marrón sucio— y decidió no volver a ponérsela. Llevaba más camisas en el bolso de viaje que había dejado en el asiento trasero de su coche alquilado. Saldría discretamente de la casa, se pondría una camisa limpia y, luego, se enfrentaría a la gente allí reunida.
Quitó el cerrojo y abrió la puerta del ba?o.
En el pasillo, mirándole con cara de susto, había cuatro ancianas. Las conocía. Las conocía a todas.
—?Qué es lo que estás haciendo? —le preguntó la se?ora Higgler.
—Cambiarme, camisa —respondió Gordo Charlie—. Otra camisa, en el coche. Un minuto.
Alzó la barbilla y recorrió el pasillo a grandes zancadas en dirección a la puerta principal.
—?En qué idioma hablaba? —preguntó la menuda se?ora Dunwiddy, en voz alta.
—No vemos cosas así todos los días —apostilló la se?ora Bustamonte, aunque, teniendo en cuenta que estaban en plena Treasure Coast, en Florida, si había algo que se veía todos los días por allí eran hombres con el torso desnudo, aunque normalmente no llevaban pantalones de vestir llenos de barro.
Gordo Charlie se cambió de camisa junto al coche y volvió a entrar en la casa. Las cuatro mujeres estaban en la cocina, guardando en envases de plástico los restos de lo que debía de haber sido un gran bufé.
La se?ora Higgler era mayor que la se?ora Bustamonte, y ambas mayores que la se?ora Noles, y ninguna de ellas era mayor que la se?ora Dunwiddy. La se?ora Dunwiddy era vieja, y lo parecía. Seguramente había periodos geológicos más recientes que la se?ora Dunwiddy.
Cuando era ni?o, Gordo Charlie imaginaba a la se?ora Dunwiddy en el áfrica ecuatorial, mirando con aire de reproche por encima de los cristales de sus gafas a los homínidos que empezaban a caminar erguidos.
—Fuera de mi jardín —le diría a un espécimen de Homo habilis recientemente evolucionado y bastante nervioso— o te saco de las orejas, te lo advierto.
La se?ora Dunwiddy olía a agua de violetas y, por debajo de las violetas, olía a vieja carcamal. Era una anciana diminuta cuya feroz mirada podría espantar a una tormenta, y a Gordo Charlie, que, más de veinte a?os antes, había entrado en su jardín para buscar una pelota de tenis y había roto uno de los adornos, le causaba todavía verdadero pavor.
En ese momento, la se?ora Dunwiddy estaba comiendo con los dedos trozos de cabrito al curry de uno de los envases de plástico.
—Sería una pena que se estropeara —dijo, y escupió los huesos en un plato de porcelana.
—?No es hora ya de que comas algo, Gordo Charlie? —le preguntó la se?ora Noles.
—Estoy bien así —respondió—, de verdad.
Cuatro pares de ojos le miraron con reproche por encima de los cristales de cuatro pares de gafas.
—No es bueno que dejes de comer por muy triste que estés —dijo la se?ora Dunwiddy, chupándose los dedos, y cogiendo otro dorado y grasiento trozo de cabrito.
—No es eso. Es sólo que no tengo hambre. Nada más.
—La pena te va a dejar en los huesos —dijo la se?ora Noles, con macabro deleite.
—Te estoy poniendo unas cuantas cosas en un plato para que te lo comas ahí, en la mesa —dijo la se?ora Higgler—. Ve a sentarte. Y no quiero oírte decir ni mu. Hay más de todo, así que por eso no te preocupes.
Gordo Charlie se sentó donde ella le había indicado y, en cuestión de segundos, le plantó un plato lleno de guisantes con arroz, pastel de boniato, lechal jamaicano, cabrito al curry, pollo al curry, plátanos fritos y manitas de vaca en escabeche. Gordo Charlie ya tenía ardor de estómago, y ni siquiera lo había probado aún.
—?Dónde están los demás? —preguntó.
—Los amigotes de tu padre se han ido a empinar el codo. Van a irse a pescar desde un puente en memoria de tu padre. —La se?ora Higgler tiró por el fregadero el café que quedaba en su taza tama?o cubo y se sirvió café recién hecho.