Fuera de la ley

—Para mí.

 

Mi voz había sonado meditabunda y, al percibir mi sentimiento de culpa, la expresión de mi madre cambió hasta el punto de que incluso pareció algo asustada.

 

—?Qué es lo que estás empezando a recordar y que antes no sabías? —me preguntó.

 

Meciendo la taza de café entre mis manos, intenté que su calidez sirviera para reconfortar mi alma. La caldera estaba encendida porque la tarde era más bien fría, pero su calor no conseguía tocar el frío del fondo de mi ser. Entonces deslicé los dedos por las líneas de la pulsera de Kisten. Era lo único que me quedaba de él, a excepción de la mesa de billar.

 

—El mordisco que me dio el vampiro que mató a Kisten —susurré.

 

Ella relajó la postura y, con un suspiro cargado de perdón, alargó el brazo y me tomó la mano. Su anticuado vestido le daba el aspecto de una mujer de mediana edad, pero sus manos la delataban. En ese momento deseé que dejara de comportarse como si se encontrara al final de sus días. En realidad, su vida apenas acababa de empezar.

 

—Cari?o mío —me dijo con la mirada llena de compasión—. Lo siento mu-cho, pero tal vez deberías olvidarlo. ?Por qué razón quieres recordar algo así?

 

—Tengo que hacerlo —respondí restregándome los ojos y apartando la mirada—. Alguien lo mató, y yo estaba allí —a?adí parpadeando para intentar controlar mis emociones—. Tengo que averiguar quién fue. Necesito saberlo.

 

—Si te obligaste a ti misma a olvidar, es probable que no te guste lo que descubras —dijo. Al oír sus palabras me di cuenta de que un antiguo miedo, que no tenía nada que ver conmigo y que provenía del fondo de su mente, estaba a punto de apoderarse de ella.

 

—Fue Jenks… —comencé a decir, pero ella me agarró ambas manos y no me dejó continuar.

 

—Dime una cosa —dijo de repente—. ?Qué estabas haciendo cuando em-pezaste a recordar? ?Cuál fue el desencadenante?

 

Yo la miré fijamente a los ojos y se me cruzaron por la mente una infinidad de mentiras, pero ninguna de ellas salió de mi boca. De pronto se me ocurrió que la razón por la cual había pasado mucho tiempo con mi madre durante los últimos tres meses no era ella, sino yo. Me sentía muy frágil desde la muerte de Kisten. Entonces me derrumbé y, con la cabeza escondida entre los brazos, intenté tragarme las lágrimas. Ese era el motivo por el que me había presentado en su casa, y no un estúpido hechizo que sabía que no tenía. Había creído que, con el conjuro adecuado, podía ayudar a Ivy. Y también que podía ayudarme a mí misma. Sin embargo, en aquel momento, no podía hacer nada por ninguna de las dos. Habíamos conseguido lo que queríamos, y aquello nos había alejado aún más.

 

Era incapaz de mirar a mi madre pero, cuando oí el chirrido de su silla en el linóleo del suelo y sentí cómo su mano se posaba en mi hombro, dejé esca-par un sonoro hipido. Mierda. Tenía que crecer de una maldita vez y dejar de reaccionar cuando, en realidad, tenía que actuar. Tenía que convivir con una vampiresa sin la protección que me proporcionaba fingir que antes o después podría morderme. Sin embargo, aquello podría hacer que Ivy se marchara. No la culpaba por ello, pero no quería que se fuera. Me caía bien, es más, es posi-ble que incluso la amara. Y todo se había ido echando a perder. No podíamos regresar y comportarnos como si lo nuestro tuviera algún futuro.

 

—Rachel, amor mío —susurró mi madre, cercana y amable, mientras el olor a lilas me calmaba tanto como su voz—. No te preocupes. Siento mu-cho que estés tan confundida, pero a veces existen almas que están hechas para estar juntas, pero los engranajes no se acoplan. Ivy es una vampiresa, pero lleváis más de un a?o de amistad. Encontraréis la manera de que lo vuestro funcione.

 

—?Lo sabes? —pregunté entre hipidos levantando la cabeza para descubrir una expresión que evidenciaba hasta qué punto compartía mi pena.

 

—No resulta fácil ignorar esos mordiscos —dijo—, y si hubiera sido cual-quier otro, estaría en el depósito de cadáveres identificándote, y no sentada en la cocina fingiendo que no pasa nada. —Yo parpadeé mientras me apartaba el pelo y me miraba el cuello con preocupación—. Jenks me llamó esta ma?ana y me contó lo que había sucedido. Está muy preocupado por ti, ?sabes?

 

En aquel momento abrí la boca sorprendida y me aparté de su alcance. Genial. Vaya usted a saber lo que le había contado.

 

—Mamá…

 

Ella acercó su silla y se colocó junto a mí sin quitarme la mano del hombro.

 

—Yo quería a tu padre con toda mi alma. No vuelvas a tomar pociones para olvidar. Siempre quedan lagunas, y luego no recuerdas por qué te sientes así. Al final es peor el remedio que la enfermedad.

 

Kim Harrison's books