Con la mandíbula apretada, cerré los ojos intentando recordar, mientras percibía el temblor de Ivy a mi lado. Nada. Solo un dolor agudo y un pálpito en el pie y en el brazo, donde alguien me había agarrado con fuerza. Era un dolor que había nacido tres meses atrás, tan intenso y tan real como si acabara de producirse.
—Fuiste tú el que me dio la poción para olvidar —susurré a Jenks—. ?Por qué? ?Merecía la pena tener que pasar por todo esto? ?Quiero saber quién lo realizó!
—?Habla de una vez, pixie! —ladró Ivy dándose la vuelta. Tenía las pupilas dilatadas y las mejillas cubiertas de peque?as manchas rojas.
—Tuve que hacerlo —admitió reculando, y sus alas se pusieron en marcha cuando uno de los talones chocó con una servilleta—. Yo mismo preparé la poción y a?adí algunas gotas de tu sangre. ?Querías perseguir al asesino de Kisten! —exclamó—. ?Te habría matado! Yo solo mido unos pocos centímetros. No tenía muchas opciones. Y no podía perderte justo en aquel momento.
Ivy clavó el codo sobre la encimera con un golpe y apoyó la frente sobre la mano ahuecada. El pelo le ocultaba el rostro, y me pregunté cómo se sentía.
Maldición, aquello no era justo. Lo habíamos logrado, habíamos conseguido encontrar un equilibrio, y luego había recobrado la memoria y lo había echado todo a perder.
—Aquel vampiro te habría matado —se justificó Jenks con voz suplicante—. Pensé que, si lo olvidabas, el tiempo se ocuparía del resto. No estás atada, así que todo ha salido bien. ?Todo está bien, Rachel!
Rogué al cielo para que Jenks tuviera razón pero, cuando me llevé la mano al cuello y me cubrí los mordiscos, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Dios mío. Jamás me había sentido tan vulnerable. Había estado jugando con vampiros. Había creído estar atada. No podía… No podía seguir haciéndolo.
Ivy inspiró emitiendo un sonido ronco. Tenía el ce?o fruncido y, cuando se irguió, descubrí un profundo dolor en el fondo de sus ojos, un dolor que estaba cimentado en su alma.
—Disculpadme —dijo quedamente, y yo di un respingo cuando vi que salía disparada. Se fue de allí con una estremecedora velocidad vampírica, provocando un chirrido con los pies sobre el linóleo mojado. Intenté detenerla pero, antes de que quisiera darme cuenta, ya se había encerrado en su ba?o con un portazo.
Entonces miré a Jenks. Mi vida es un asco.
Cansada, apoyé la espalda contra el fregadero e intenté sacar algo en claro. No me encontraba bien. Estaba bajo los efectos de la falta de sue?o, la falta de alimento y la falta de comprensión. No quería seguir dándole vueltas a la cabeza. Solo quería desaparecer o tener un hombro sobre el que llorar. Los ojos se me llenaron de lágrimas y me di la vuelta. No pensaba derrumbarme delante de Keasley. Ceri y yo estábamos enfadadas. Ivy había ido a esconderse. No tenía ninguna amiga a la que recurrir. Abatida, miré a los dos hombres, que me ob-servaban con una torpe preocupación. Tenía que largarme de allí.
—Jenks —dije en un susurro, mirando la cocina cubierta de sal—. Me voy a casa de mi madre. Lo siento, Keasley. Tengo que irme.
Sintiéndome liviana e irreal, mareada, pasé junto al solemne brujo y seguí la espeluznante senda acuosa en dirección al pasillo. Me dirigía hacia la puerta de entrada, y de camino agarré el bolso. No podía quedarme allí. Mi madre estaba lo suficientemente pirada como para entenderme, y lo suficientemente cuerda para ayudarme. Además, era posible que conociera un hechizo para revertir una poción para olvidar. Y después, Ivy y yo íbamos a atravesar al asesino de Kisten con el palo de una escoba.
14.
La cocina de mi madre había cambiado desde la última vez que había estado sentada a su mesa comiendo cereales. El ambiente estaba cargado de un fuerte olor a hierbas, pero no había ni rastro de ellas. Tampoco había cuencos para hechizos, ni cucharas de cerámica en el fregadero, pero el aroma a secuoya que había percibido cuando me había abierto la puerta vestida con la bata de leopardo, me dio a entender que hacía poco que había estado preparando hechizos.
En ese momento olía a lilas, aunque aún despedía un sutil deje a secuoya. Me hizo gracia que intentara ocultarme que se dedicaba a vender bajo mano los hechizos que ella misma preparaba. ?Acaso me creía capaz de denunciar a mi propia madre? La SI no era, precisamente, muy generosa con las pensiones de viudedad, ni siquiera con las esposas de los miembros de la división Arcano, y probablemente a mi madre no le alcanzaba para pagar el impuesto sobre la propiedad inmobiliaria de lo que, tiempo atrás, había sido un barrio de clase media.