Fuera de la ley

—?Mona? —pregunté, pero la llamada ya se había cortado.

 

Durante un momento me quedé mirando el teléfono, luego esbocé una sonrisa, lo cerré y lo metí en el bolso. Mientras disfrutaba del silencio de la casa me comí los corazones rosas que, como siempre, me había guardado para el final. Poco a poco la melancolía volvió a apoderarse de mí. Alguien había matado a Kisten, y ese mismo ser había intentado atarme a él para impedirme que le arrancara su jodida cabeza. Me había esforzado mucho por convivir con Ivy sin atarme a ella, y de pronto un monstruo sin rostro había matado a mi novio y había estado a punto de someterme y, en un abrir y cerrar de ojos, había cambiado mi vida hasta tal punto que se había escapado por completo de mi control. Maldita sea. No puedo hacer esto. No puedo seguir arriesgándome. No puedo… dejar que Ivy vuelva a morderme. Nunca más.

 

Aquella idea se asentó en mí como si fuera plomo. Llevaba algo más de un a?o conviviendo con Ivy y, cuando por fin lo habíamos conseguido, yo decidía hacerme la dura. En ese momento sentí un escalofrío que hizo que la cuchara golpeteara contra el bol. No podía seguir con aquel juego. Por unos breves instantes había estado convencida de que estaba ligada a un vampiro, y había sido una de las experiencias más aterradoras de mi vida; había logrado que la persona segura de sí misma que había sido hasta ese momento se convirtiera en un juguete asustado sin ningún control sobre su degradada vida. A pesar de que al final se hubiera descubierto que aquel miedo no tenía ningún fundamento, no por ello había sido menos real. No podía permitir que un vampiro volviera a agujerear mi piel. Y no iba a hacerlo. El problema era cómo explicárselo a Ivy.

 

Preocupada, me comí la última cucharada de malvaviscos, agucé el oído y, cuando estuve segura de que mi madre no se encontraba cerca, levanté el bol y me bebí la leche directamente del recipiente. La cuchara golpeteó de nuevo contra el bol vacío y yo me recosté en la silla con el café en la mano. Todavía no estaba preparada para desprenderme de la seguridad que me proporcionaban aquellos gratos recuerdos que conseguían amortiguar la preocupación sobre mi futuro. En el otro extremo de la mesa había una bolsa de tela roja que contenía todos los hechizos que, según mi madre, iba a necesitar para mi disfraz de Halloween. Sin embargo, aquello ya no tenía importancia. A menos que la pista de David diera sus frutos, y le echara el guante a los que estaban invocando a Al, tendría que quedarme atendiendo la puerta en lugar de acudir a la fiesta. Y no me atraía nada la idea de entregar caramelos y tomates cherry a ni?os de ocho a?os vestida con un provocativo traje de cuero.

 

Le di un trago al café y me quedé mirando el móvil, deseando que sonara. Entonces me pregunté si debía llamar a Glenn. Si mi madre había estado res-pondiendo al teléfono, él no le habría contado nada.

 

Justo en el mismo instante en que alargué el brazo para cogerlo, escuché el agradable y familiar sonido de sus pasos, que provenían de la parte delantera de la casa, y me eché atrás. Prefería no a?adir más preocupaciones, teniendo en cuenta los quebraderos de cabeza que le provocaría la conversación que íbamos a mantener. Todavía tenía quo preguntarle cómo se podía revertir un hechizo para olvidar.

 

—Gracias por el desayuno, mamá —le dije mientras ella se dirigía directamente hacia la cafetera. Había estado buscándome un abrigo y en ese momento se oía el ruido de la secadora, donde lo había metido para airearlo—. Te agradezco mucho que me acogieras esta ma?ana después de que me presentara sin avisar.

 

Ella se acomodó en la silla que estaba frente a mí y dejó la taza de café sobre la mesa cubierta con un mantel encerado cuyo dibujo se había descolorido con el tiempo y los restregones.

 

—No pienso seguir haciéndote de madre, sobre todo si no me cuentas lo que ha pasado —dijo dirigiendo la mirada hacia mis mordiscos ribeteados de rojo. En ese instante sentí una punzada de culpabilidad que hizo que el trago de leche azucarada de mi boca adquiriera un sabor amargo.

 

—Lo siento —dije alejando de su severa mirada el bol de los cereales. Tenía el estómago revuelto y me sentía mareada. Las pociones de memoria eran ilegales porque no se podían eliminar limpiamente. A diferencia de los amuletos y de los hechizos de líneas luminosas, provocaban una serie de cambios físicos en el cerebro que bloqueaban los recuerdos, y estos no se podían invertir con sal como sucedía con los cambios químicos. Necesitaba un contrahechizo.

 

Armándome de valor, le espeté:

 

—Mamá, necesito invertir una poción de memoria.

 

Ella alzó las cejas y volvió a dirigir la mirada a mi cuello.

 

—?Te refieres a un hechizo de Pandora? ?Para quién?

 

La verdad es que no se había puesto tan furiosa como yo había imaginado. Alentada por ello, y porque existiera un nombre para lo que yo necesitaba, respondí con una mueca:

 

Kim Harrison's books