?Qué estúpida había sido! Había estado jugando con vampiros. Había creído que podía mantenerme a salvo, pero aquello ya no servía de nada. Nunca quise que sucediera, pero había pasado.
—?Rachel! ?No estás atada! —dijo Ivy dándome una peque?a sacudida—. Si lo estuvieras, yo lo percibiría por el olor. Es posible que el asesino de Kisten lo intentara, pero no lo consiguió. Yo lo notaría. ?Escúchame! ?No te pasa nada!
Conteniendo la respiración, intenté dejar de llorar.
—?No estoy atada? —dije levantando la vista y notando el sabor salado de mis lágrimas—. ?Estás segura? Por favor, Dios mío. Dame una segunda oportunidad. Te lo prometo. Te prometo que seré buena.
Chistándome suavemente, Ivy me rodeó con sus brazos, me apretó contra su cuerpo y empezó a mecerme como si fuera una ni?a peque?a en nuestra cocina iluminada de azul.
—No estás atada —susurró, y yo me puse a derramar lágrimas de alivio sobre su hombro mientras empezaba a creerlo—. Pero averiguaré quién ha sido el cabrón que te ha hecho esto y lo obligaré a pedirte perdón de rodillas.
Yo me aferré a su suave voz de seda gris, que me alejaba del abismo. No es-taba sola. Ivy iba a ayudarme. Me había dicho que no estaba atada y tenía que creerla. La gratitud empezó a fluir y todos los músculos parecieron relajarse. Ivy lo notó y dejó de acunarme.
De pronto fui consciente de que estaba de pie en medio de la cocina y de que Ivy me estaba rodeando con sus brazos. El deseo que habían despertado en ella mis marcas no reclamadas había desaparecido, y allí estaba yo, sintiendo su calor, su fuerza, y su afán por protegerme. En aquel momento levanté la vista y miré sus húmedos ojos marrones, a pocos centímetros de los míos. Mostraban un dolor compartido, como si solo entonces fuera capaz de empezar a comprenderla.
Entonces me pasé la lengua por los labios intentando averiguar cómo me sentía.
—Gracias —dije, y sus pupilas se dilataron en un instante haciendo que un chispazo de sorpresa se clavara en mi vientre.
De pronto se oyó el batir de unas alas de pixie, y ambas miramos hacia el pasillo descubriendo a Jenks.
—Lo siento —jadeó batallando con un frasco lleno—. ?Llego demasiado tarde?
Entonces levanté la vista hacia la puerta abierta del armario de los hechizos, y luego hacia el frasco que blandía Jenks. De pronto, desde la parte delantera de la iglesia, llegó el sonido de la voz de Keasley.
—?Rachel? —preguntó preocupado—. ?Estás bien?
Yo alargué el brazo para detenerlo.
—?Jenks, no! —grité suponiendo que Keasley había activado el hechizo, pero Ivy había alzado la vista, y el pixie realizó una astuta voltereta hacia atrás.
La poción le dio de lleno en la cara, su visión se volvió borrosa, y como una suave y delicada prenda recién lavada cayendo sobre una cuerda, se derrumbó.
Confundida, logré agarrarla por los hombros, y la dejé en el suelo con cuidado. Jenks le había tirado una de las pociones tranquilizantes con las que estábamos experimentando, pero no se suponía que tenía que quedarse inconsciente. Era demasiado fuerte.
El pixie se colocó entre nosotras, batiendo las alas a toda velocidad, por en-cima de los relajados rasgos de su rostro. Su nuevo mordisco estaba lívido, y entonces pensé en el mío, sintiéndome por primera vez avergonzada. Dios. No podía seguir haciendo aquello. Me había arriesgado a perderlo todo. Tenía que haber un modo mejor de hacerlo.
—Solo está inconsciente. Respira —confirmó Jenks, y yo suspiré aliviada—. Modificar hechizos podía ser, como mínimo, arriesgado, y su corazón habría podido pararse.
—Es demasiado fuerte —dije, contenta de que no me hubiera salpicado ni siquiera un poco—. No debería haber perdido el conocimiento. —Entonces me puse en pie, acordándome de Keasley, y lo vi de pie junto a la puerta de entrada, incómodo e inseguro, con su fino pijama marrón—. ?Estás bien?
—No soy yo el que tiene un mordisco de vampiro —dijo, posando sus ojos en mi cuello. Yo me negué a tapármelo—. Jenks me dijo que tu compa?era de piso perdió el control.
El recuerdo de lo que había sucedido en los últimos diez minutos me golpeó de lleno y empecé a tambalearme. Creía que estaba atada al asesino de Kisten. Había… Podía haber estado atada al asesino de Kisten.
—No me encuentro demasiado bien —dije sintiendo que la sangre me bajaba hasta las rodillas. Mareada, inspiré hondo mientras los músculos se me aflojaban y mi cuerpo empezaba a resbalar. Entonces me quedé mirando al suelo, aturdida.
—?Eh! ?Cuidado! —exclamó Keasley, y de pronto sus delgados brazos me rodearon y noté cómo batallaba para dejarme en el suelo sin doblar las rodillas.
—Estoy bien —farfullé en el momento en que me fallaban las piernas, dejando en evidencia que no era cierto—. Estoy bien. —Parpadeando, me senté junto a Ivy, apoyándome en el armario de debajo del fregadero, y metí la cabeza entre las piernas para no desmayarme—. Jenks —susurré.