Fuera de la ley

—Ya lo has visto. Las dos estamos… bien —declaré—. Lárgate, Jenks.

 

—Perdona, pero tú no estás bien —dijo Jenks colocándose delante de mi cara para romper la conexión que tenía con Ivy—. Está intentando superar una adicción. Dile que se marche. Si puede hacerlo, significará que tiene suficiente control y podréis intentarlo en otro momento. Pero hoy no, Rachel. Hoy no.

 

Yo miré a Ivy, que seguía de pie delante del fregadero, encorvada, y con un deseo tan intenso que dolía verla. Yo había esperado con Kisten, no le había dejado que me mordiera, y al final había muerto. No podía esperar un después si existía un ahora. Y no lo haría.

 

—No quiero que se vaya —dije mirando a Jenks—. El que tiene que irse eres tú.

 

Ivy cerró los ojos y la tensión de su rostro se desvaneció.

 

—Lárgate, Jenks —dijo en voz baja, aunque dejando entrever un tono ame-nazante que me hizo estremecer—. O si lo prefieres, puedes quedarte y mirar como un asqueroso pervertido. No me importa. Lo único que quiero es que tengas la boca cerrada durante cinco jodidos minutos.

 

él farfulló algo indignado, y se quitó de en medio cuando vio que ella se ponía en marcha y se acercaba a mí. Mi corazón estaba a punto de estallar y sabía que, cuanto más miedo mostrara, más le costaría a ella mantener el control. Era posible que no se nos diera del todo bien en aquel preciso ins-tante, pero por algún sitio había que empezar, y yo no estaba dispuesta a ser la que fracasara.

 

—Ivy… —insistió Jenks a modo de súplica—. Es demasiado pronto.

 

—Te equivocas. Es demasiado tarde —dijo ella respirándome en la oreja y posando suavemente sus dedos sobre mis hombros. Mi corazón latía con una fuerza inusitada y podía sentir cómo sus latidos levantaban mi piel a la altura de mi garganta. Jenks soltó un gemido de frustración y, después de entrar disparado en mi armario de hechizos, salió de la cocina como una flecha.

 

En cuanto se marchó, el tacto de Ivy se transformó en calor líquido. Incli-nándose aún más, deslizó sus dedos por mi cuello buscando la cicatriz invisible bajo mi piel impoluta. Yo contuve la respiración mientras la tensión aumentaba conforme ella dibujaba peque?os círculos. Aquello tenía que funcionar. Había trabajado duramente para encontrar la manera de controlar sus deseos y en ese momento no podía negarme, de lo contrario me habría comportado como una de esas personas a las que les divertía seducir a los demás por el simple gusto de atormentarlos.

 

En aquel momento me agarró el hombro con fuerza y mi respiración se volvió aún más rápida. Sentí cómo cambiaba el peso de su cuerpo y, al abrir los ojos, me sorprendió el azul relajante que creaban las cortinas. Lo único que lograba ver de Ivy era su pelo. ?Dios! ?A qué estaba esperando?

 

—Déjame… —murmuró, rozándome con los labios la sensible piel de debajo de la oreja y bajando más y más mientras su cabeza se inclinaba y la luz azul hacía brillar su pelo. Aquella sensación hizo que mi cuerpo se tensara y que mi corazón se acelerara. Sus manos se deslizaron por mi espalda hasta llegar a la parte inferior. Entonces se inclinó hacia atrás y detuvo los dedos hasta que nuestras miradas se encontraron—. Déjame… —repitió con la mente comple-tamente perdida en lo que estaba a punto de suceder.

 

Yo sabía que no iba a acabar de decirlo. ?Déjame que lo tome?. ?Dámelo?. Pedir permiso estaba tan arraigado en los vampiros vivos que, si no lo hacía, se habría sentido como si me hubiera violado, incluso aunque yo misma me hubiera cortado y hubiera derramado la sangre sobre su boca. Yo la miré a los ojos y percibí su desesperada y cruda necesidad, que había quedado al descubierto sustituyendo la expresión impasible que normalmente mostraba al mundo. Una última punzada de miedo me atravesó al pensar en el riesgo que estaba corriendo. Entonces, recordé por un breve instante el momento en que estuvo a punto de matarme de un mordisco en la furgoneta de Kisten. Podía sentir la tensión en las zonas en las que nuestros cuerpos estaban en contacto: en su mano derecha sobre mi hombro, en la izquierda situada en la parte baja de mi espalda, y en su cadera, que estaba apoyada en la mía. Sabía que no sobrepasaría los límites y que dejaría el sexo de lado. De lo contrario yo me iría, y ella lo sabía. Se estaba prestando a un juego cruel consigo misma, pero seguramente pensaba que, si esperaba lo suficiente, al final sería yo quien la buscara.

 

Tal vez tenía razón. Si alguien me hubiera contado el a?o anterior que en aquel momento iba a estar seduciendo a una vampiresa para que me mordiera, lo hubiera tachado de loco.

 

Mis ojos se cerraron. No merecía la pena esforzarme en imaginar cómo hubiera podido ser mi vida. Tenía que aceptarla tal y como se me presentaba.

 

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