Fuera de la ley

Ivy estaba empezando a cabrearse y Rynn la cogió del brazo para conducirla hacia el exterior.

 

—Me encantará dedicarte tu ejemplar —dijo tirando suavemente de ella en dirección a la puerta trasera—. Estoy seguro de que Rachel no tendrá inconve-niente en buscarlo para que puedas traértelo la próxima vez. E incluso puede que quiera echarle un vistazo primero —a?adió, y yo apreté las mandíbulas.

 

—?Ya lo he hecho! —grité mientras la puerta se cerraba tras ellos con un leve clic.

 

—Que Dios me ayude —musité mientras me dejaba caer en el viejo sofá de Ivy y respiraba el olor a incienso vampírico de los almohadones que yo misma había provocado. Si quería que Rynn Cormel le dedicara el libro, que lo buscara ella misma en el fondo de mi armario. Además, ni siquiera estaba segura de que siguiera allí. En ese momento me quedé mirando el techo, preguntándome si Ivy podría encontrar la felicidad en una auténtica relación vampírica con Rynn Cormel. La verdad es que parecía loca por él.

 

Entonces pensé en Kisten y me pregunté si ella también se sentiría culpable.

 

La quietud de la iglesia se apoderó de mí y escuché a lo lejos el sonido de un coche que arrancaba. La cocina, me dije a mi misma irguiéndome. Sí, le había dicho a Ivy que me quedaría en terreno consagrado, pero no podía dejarla en aquel estado hasta el día siguiente. Había quedado con David y, una vez que hiciera entrar en razón a una feliz banda de invocadores de demonios, recupe-raría mi vida anterior. Tal y como era.

 

Al llegar a la cocina, me detuve en el umbral y suspiré al ver el desastre. Tal vez podía pagar a los pixies para que se encargaran de limpiarlo todo. Entonces recordé que tenían que quedarse recluidos en el tocón hasta el calor del amanecer, así que, resignada, atravesé la puerta arrastrando las zapatillas. Al agacharme para recoger lo que quedaba del reloj y dejarlo en la encimera, me di cuenta de que me dolía la espalda. La mayor parte del estante estaba en el suelo y, conforme me dirigía al armario para coger la escoba, decidí que lo amontonaría todo para clasificarlo después.

 

Iba a ser una noche muy larga.

 

 

 

 

 

11.

 

 

Los rayos de luna penetraban por la ventana de la cocina mientras yo intentaba eliminar las marcas de mis dedos de la isla central. Casi había terminado de lim-piarlo todo. Había necesitado que un grupo de veinte pixies me escoltara hasta el cobertizo para coger la caja de herramientas, pero al final había encontrado una placa de metal y algunos tornillos de madera para clavar los trozos del estante. No pensaba poner nada que pesara más que las hierbas, pero al menos ya no colgaba torcido del techo. Sí, le había dicho a Ivy que me quedaría en terreno consagrado pero, por alguna estúpida razón, estaba convencida de que Al no volvería a apa-recer, como una extra?a forma de mostrarme su agradecimiento por no haberle echado encima a Minias. Al día siguiente volvería a intentar secuestrarme, pero aquella noche estaba a salvo. Además, no le había dicho a Ivy en qué momento exactamente pensaba ir al terreno consagrado y, por otro lado, Marshal tenía que estar al llegar y la mesa de la cocina, a diferencia del sofá, dejaba mucho más clara la idea de que no se trataba de una cita.

 

Tras extender el mantel sobre la mesa, me arrodillé delante de los estantes abiertos de debajo de la encimera. En una primera pasada me había limitado a meterlo todo a empujones y estaba hecho un desastre. Si no conseguía coger los cacharros y utensilios de cobre más peque?os, tendría que hacer algunos cambios. Mi pistola de bolas estaba en el estante inferior, dentro de una peque?a cacerola con el resto de los cacharros, en un lugar donde podría alcanzarla sin problemas en caso de estar arrastrándome. Decidí que era el sitio más adecuado, pero tendría que buscarle un lugar mejor a las cucharas de cerámica.

 

Reuní todas las cucharas y los utensilios más largos y los metí en un jarrón de cristal que había sacado del fondo de un armario. Luego coloqué los libros de hechizos y utilicé el jarrón para sujetarlos, situándolo en el lugar donde ante-riormente estaba el libro que Al había destruido.

 

Inquieta, me senté sobre los talones y observé mi peque?a librería. Jamás conseguiría remplazar aquel libro. Por supuesto, podía comprar otro ejemplar en cualquier tienda de hechizos, pero el mío tenía un montón de anotaciones imposibles de recuperar. Me pregunté si quizá debía llevarme los grimorios de mayor valor a terreno consagrado. Había tenido suerte de que Al no los hubiera destruido. O tal vez, conservarlos en mi poder debía considerarse una desgracia.

 

En ese momento saqué los tres libros en cuestión y sentí un cosquilleo en los dedos. Entonces me puse en pie y, tras pasar el brazo por la encimera para asegurarme de que estaba seca, los apoyé encima.

 

—?Has decidido cambiarlos de lugar? —preguntó Jenks. Yo miré hacia el lugar donde estaba examinando mis objetos artesanales con los pu?os en las caderas mientras revoloteaba por encima del estante recién reparado.

 

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