Fuera de la ley

El tono inquisitivo de su voz me puso nerviosa, y me di cuenta de que estaba evaluando la mezcla entre la vida de Ivy y la mía. Irguiéndome, le hice un gesto con la taza del café.

 

—?Qué puedo hacer por usted, se?or Cormel?

 

—Llámame Rynn, por favor —dijo dirigiéndome una de las famosas sonrisas que le habían ayudado a salvar el mundo libre—. Creo que, después de lo que ha pasado, deberíamos tutearnos.

 

—Rynn —dije con cautela pensando que aquello era realmente extra?o. Entonces bebí otro trago de café y lo miré desde detrás de la taza. Si no fuera porque ya sabía que estaba muerto, jamás lo hubiera adivinado—. No te lo tomes a mal pero ?a ti que más te da si yo estoy bien o no?

 

Su sonrisa se amplió.

 

—Formas parte de mi camarilla, y yo me tomo mis obligaciones muy en serio.

 

En ese momento deseé que Jenks no se hubiera marchado. Sentí una punzada de miedo y empecé a interesarme enormemente por el paradero de mi pistola de bolas. Rynn no estaba vivo, pero el hechizo adormecedor sería tan efectivo con él como con cualquier otro.

 

—No pienso permitir que me muerdas —le dije en un tono claramente amenazante mientras me obligaba a mí misma a tomar un nuevo sorbo de café. El olor amargo parecía surtir efecto.

 

Salvo por el hecho de que sus pupilas se estaban dilatando, conseguía disi-mular muy bien el deseo que mi miedo provocaba en él.

 

—No he venido para morderte —dijo arrastrando su silla hacia atrás un par de centímetros—, sino para asegurarme de que ningún otro lo haga.

 

Yo lo miré con recelo y descrucé los tobillos para estar lista para moverme en caso de que fuera necesario. Le había dicho a Al que yo le pertenecía, y esa era la razón por la que había intentado protegerme de él.

 

—Pero, si me consideras parte de tu camarilla —dije intentando no ser tan estúpida como para decirle que no necesitaba su ayuda—, ?no los muerdes a todos?

 

Al oír la pregunta se relajó, se inclinó hacia delante para apartar el teclado de Ivy y apoyó los codos sobre la mesa. Su rostro se iluminó por el entusiasmo y yo me maravillé al ver lo vivo y emocionado que parecía.

 

—No lo sé. Nunca he tenido una —explicó mirándome fijamente con ex-presión sincera—. Y me han dicho que mis ansias por empezar una resultan encantadoras. Los políticos no pueden hacerlo. No contribuye a una carrera presidencial justa.

 

En ese momento se encogió de hombros y se reclinó sobre el respaldo de la silla. Estaba muy atractivo, seguro de sí y joven.

 

—Entonces surgió la oportunidad de evitar que los hijos de Piscary se desperdigaran, de hacerme con su feliz y bien estructurada camarilla y de reclamaros a Ivy y a ti. —En aquel momento vaciló y paseó la mirada por la cocina destrozada—. Y aquello hizo que me resultara mucho más fácil retirarme.

 

Mi boca se secó. ?Se había retirado para estar más cerca de Ivy y de mí?

 

Rynn Cormel volvió a dirigir su mirada hacia mí.

 

—He venido esta noche para comprobar que estabas intacta y, efectivamente, así es. Ivy me dijo que eras perfectamente capaz de defenderte, pero di por hecho que era una excusa más para evitar que nos conociéramos.

 

Yo miré al vestíbulo vacío. Las cosas empezaban a cobrar sentido.

 

—Era mentira que tuviera una misión esta noche, ?verdad? —le pregunté, a pesar de que conocía la respuesta.

 

El vampiro sonrió levantando la pierna y apoyando el pie sobre la rodilla opuesta. Había que reconocer que estaba tremendo. Y que quedaba muy bien allí sentado, en mi cocina.

 

—Me alegro mucho de saber que Ivy no mentía. Estoy gratamente impre-sionado. Te han mordido muchas más veces de las que muestra tu piel.

 

Yo volví a sentirme incómoda, pero bajo ningún concepto me cubriría el cuello. Aquel gesto habría sido una invitación para mirar.

 

—Tienes una piel preciosa —a?adió, y yo tuve una sensación de mareo seguida por un cosquilleo creciente.

 

?Maldita sea! Era consciente de que mi piel, que tenía menos de un a?o y que escondía un mordisco de vampiro no solicitado, resultaba tan tentadora como un filete de carne balanceándose delante del hocico de un lobo. A menos que el lobo estuviera muy bien alimentado, antes o después se abalanzaría sobre él.

 

—Lo siento —se disculpó, con un atisbo de falsedad en su voz—. No era mi intención incomodarte.

 

No te lo crees ni tú, pensé, cuidándome mucho de no expresarlo en voz alta. Entonces me alejé de la encimera, necesitada de la falsa seguridad que me ofrecía el poner mayor distancia entre nosotros.

 

—?Estás seguro de que no te apetece un café? —le pregunté dirigiéndome deliberadamente hacia la cafetera para poder darle la espalda. Estaba asustada pero, si conseguía disimularlo, él retrocedería.

 

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