—?Matalina? —dije alzando la voz mientras atravesaba el santuario— Tenemos un cliente.
Sin embargo, la mujer pixie ya había obligado al último de sus hijos a dirigirse hacia el vestíbulo y a salir por la chimenea de la sala de estar. Los únicos que le estaban causando algún problema eran los más peque?os, que no se acordaban de las instrucciones que les había dado el a?o anterior. Si no se quedaban fuera durante el tempo que Cormel estuviera en la iglesia, al día siguiente tendrían que limpiar una a una todas las ventanas.
Yo me puse las zapatillas de estar por casa, que estaban junto a la puerta posterior, quité el pestillo y me precipité hacia la cocina para ver si me daba tiempo a recogerla un poco. Presioné con el codo el interruptor de la luz y, antes de que los tubos fluorescentes terminaran de parpadear y se encendieran del todo, agarré un plato lleno de migas y lo metí en el lavavajillas. El se?or Pez, mi beta, comenzó a agitar la cola con nerviosismo ante la repentina luz, y yo me acordé de que debía echarle de comer. Junto a él, en el alféizar, había una peque?a calabaza que había comprado para Jenks y para sus hijos con la esperanza de que se decidieran por ella en vez de por el ejemplar enorme que habían cultivado durante el verano en el montón de desechos orgánicos. Las posibilidades eran más bien escasas, dado que habían puesto la detestable pero hermosa hortaliza debajo de la mesa para que se fuera calentando. Tenía un tama?o descomunal y yo no tenía ningunas ganas de repetir el fiasco del a?o anterior. Por lo visto, las semillas de calabaza podían dispararse con una dolorosa precisión.
Yo adoraba mi cocina, con sus costosas encimeras, sus dos hornillos y su frigorífico de acero inoxidable lo suficientemente grande como para meter una cabra, al menos en teoría. Apoyada contra el muro interior había una antigua mesa de madera donde Ivy tenía el ordenador, la impresora y sus cosas de oficina. Una parte me correspondía a mí, pero últimamente se había quedado reducida a la esquina y me veía obligada a empujar sus cosas una y otra vez para tener un poco de espacio para comer. De todos modos, tenía que reconocer que yo me había apoderado de la isla central, de manera que estábamos en paz.
La peque?a encimera del centro estaba cubierta de un montón de hierbas con las que andaba experimentando, el correo de la semana anterior, que estaba en una esquina y que amenazaba con caerse al suelo y un batiburrillo de los más variopintos instrumentos para preparar hechizos terrenales. Justo encima había un enorme estante del que colgaban varias cacerolas de cobre y otros utensilios de cocina y que los pixies solían utilizar para jugar al escondite porque podían acercarse al metal sin peligro de quemarse. Bajo la encimera reposaban el resto de las cosas que necesitaba para preparar conjuros, amontonadas de cualquier manera, así como la mayoría de la parafernalia para líneas luminosas que no sabía qué hacer con ella. Mi pistola de bolas, junto con sus correspondientes hechizos para dormir, estaba dentro de otro grupo de cacerolas de cobre y mi peque?a colección de grimorios estaba apoyada sobre otros libros de cocina mundanos en un estante bajo, al que se podía acceder por ambos lados. Tres de ellos eran libros de maldiciones demoníacas, y me daban demasiado miedo como para almacenarlos debajo de mi cama.
Al final concluí que, en general, el lugar presentaba un aspecto bastante decente. Entonces encendí la cafetera que Ivy había dejado preparada para el desayuno del día siguiente. Lo más probable es que Cormel no quisiera tomarlo, pero al menos el olor contribuiría a bloquear las feromonas. O quizá no.
Preocupada, puse los brazos en jarras. La única cosa que podría haber hecho en caso de que hubiera avisado con algo más de tiempo habría sido barrer la sal del interior del círculo grabado en el suelo de linóleo que rodeaba la encimera central.
En ese momento noté que la presión atmosférica cambiaba y me giré. Sin embargo, mi profesional sonrisa de bienvenida se congeló cuando me di cuenta de que no había oído el clic que indicaba que alguien había abierto la puerta trasera.
—?Mierda! —susurré poniéndome tensa al darme cuenta del porqué.
Había pisado terreno no consagrado.
Y Al estaba allí.
10.
—?Jenks! —grité tambaleándome hacia atrás.
En ese momento recé para que Al empezara a hablar, pero se limitó a mirarme con sus elegantes y cincelados rasgos contraídos por la rabia y a abalanzarse sobre mí extendiendo sus manos enguantadas de blanco.