Fuera de la ley

—?Eh! ?Gatita! Estúpida gatita —le dije intentando engatusarla—. ?Cómo está mi gata cobardica? —canturreé extendiendo la mano sin moverme del suelo. Una de las hijas de Jenks descendió por la superficie de mi brazo con la mano también extendida—. No voy a hacerte da?o, peque?a tontorrona de color naranja. Ven aquí, juguetito de los hombres lobo.

 

De acuerdo, tal vez estaba siendo un poco dura con ella pero, al fin y al cabo, no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo, y yo empezaba a cansarme de intentar ganarme su simpatía.

 

Jenks soltó una carcajada. Quizá debería haberme avergonzado de hablar así delante de los ni?os, pero estaban acostumbrados a oír cosas mucho peores de boca de su padre y, de hecho, los pixies que revoloteaban a mi alrededor habían aceptado mis cantarines insultos como una muestra poco sutil de la vulgaridad terrenal.

 

Descorazonada, dejé caer el brazo y paseé la vista por encima de los murciélagos colgantes hacia la cristalera de la ventana, cuyos colores cambiaban cuando se ponía el sol. Marshal había llamado para decirme que todavía estaba liado con las entrevistas y que no podría tomar café conmigo. Eso había sido varias horas antes, pero en ese momento se estaba poniendo el sol, y yo no podía dejar la iglesia a menos que quisiera convertirme en presa de un demonio.

 

En ese momento apreté las mandíbulas con fuerza. Tal vez alguien estaba intentando decirme que era demasiado pronto. Lo siento, Kisten. Me gustaría que estuvieras aquí pero, por desgracia, no es así.

 

El zumbido de mí móvil se abrió paso entre la cháchara de los pixies, y todos ellos salieron volando. Cuando me estiré para coger el bolso que estaba encima del sofá. Prácticamente tumbada, mis dedos rozaron el bolso y tiraron de él. Luego me senté, solté el aire de mis pulmones, me retiré el pelo de la cara y saqué el móvil. Era un número desconocido. Posiblemente se trataba del número fijo de Marshal.

 

—?Hola! —contesté de manera informal dado que era mi teléfono personal y no el del trabajo. Entonces me di cuenta de que estaba cubierta de polvo de pixie y empecé a sacudirme los pantalones vaqueros.

 

—Rachel. —Era la voz de Marshal y su tono era de disculpa. Los pixies se agruparon en lo alto del escritorio y empezaron a chistarse unos a otros para poder oír la conversación. Rex se desperezó y, al ver que ya no estaban sobre mí, caminó lentamente hacia ellos. Yo fruncí el ce?o. Maldita gata estúpida.

 

—?Eh! Lo siento —continuó Marshal para llenar el silencio—. No entiendo por qué se está alargando tanto pero, por lo visto, no podré salir hasta dentro de unas horas.

 

—?Todavía estás ahí? —pregunté mirando hacia las oscuras ventanas y pensando que ya no importaba a qué hora acababan las entrevistas.

 

—Solo quedamos otro tipo y yo —se apresuró a decir Marshal—. Quieren tomar una decisión hoy mismo, así que en este momento estoy intentando impresionarlos delante de un plato de pasta y una botella de agua con gas.

 

Resignada a pasar otra noche más sola con los pixies, me arranqué el trozo de u?a que se me había roto preguntándome si tendría una lima en el bolso. Rex estaba bocarriba mientras los pixies jugaban a revolotear a su alrededor con cuidado de mantenerse lejos de su alcance.

 

—No te preocupes. Otra vez será —dije revolviendo el bolso en busca de la lima. Estaba decepcionada, aunque, al mismo tiempo, aliviada.

 

—Me han entrevistado al menos seis personas diferentes —se quejó—. ?De veras! Cuando llegué aquí me dijeron que iba a ser una sola entrevista de unas dos horas.

 

En ese momento rocé con la yema de los dedos la áspera superficie de una lima y tiré de ella.

 

—Debería haber acabado alrededor de la medianoche —continuó al comprobar que yo no decía nada—. ?Te apetece ir a El Almacén a tomar una cerveza? El tipo que está compitiendo conmigo dice que esta semana te dejan entrar gratis si vas disfrazado.

 

Entonces mi mirada se dirigió hacia las oscuras ventanas y aparté a un lado la lima.

 

—Marshal, no puedo.

 

—?Porqué no? —comenzó a decir. Luego se quedó callado—. ?Oh! —continuó y yo pude oír cómo se golpeaba suavemente la cabeza—. ?Me había olvidado! Lo siento, Rachel.

 

—No te preocupes —lo tranquilicé. La sensación de alivio hizo que me sintiera culpable, pero luego, decidida a librarme de esa carga, inspiré lentamente e intenté recobrar la calma—. ?Te gustaría pasarte por aquí cuando acabes? Tengo algunos informes que revisar, pero podríamos jugar al billar o algo así. —A continuación, tras vacilar unos instantes, a?adí—: Ya sé que no es El Almacén pero… —Dios, me sentía como una cobarde escondiéndome en aquella iglesia.

 

—Sí —respondió. Su cálida voz me hizo sentir un poco mejor—. Me parece genial. Yo llevo la cena. ?Te gusta la comida china?

 

—Ummm, sí —respondí sintiendo los primeros indicios de entusiasmo—. Pero que no lleve cebolla.

 

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