A continuación le tendí la mano para ayudarlo a levantarse.
—?Le dirás a Ceri que he estado aquí? —le pregunté mientras le sujetaba los brazos hasta que estuve segura de que no se caería.
En ese momento, se oyó un crujido del suelo a nuestras espaldas y giré la cabeza. Ceri estaba allí de pie, tras la mosquitera, con un vestido de punto que le daba el aspecto de una joven esposa de los a?os sesenta.
Cuando vi su expresión sombría y culpable, experimenté una serie de sen-timientos encontrados. No parecía embarazada. Parecía preocupada.
—?Te ha despertado Jenks? —pregunté a modo de saludo sin saber qué más decir.
Ella negó con la cabeza con los brazos cruzados sobre el vientre. Se había recogido su larga y translúcida melena en un complicado mo?o que necesitaba al menos dos pixies para realizarlo. Incluso a través de la mosquitera se veía que tenía las mejillas pálidas, sus verdes ojos muy abiertos y la barbilla levantada en actitud desafiante. Aunque su físico era menudo y delicado, tenía un carácter fuerte y una gran capacidad para reponerse, que se había forjado a lo largo de mil a?os sirviendo como familiar de un demonio. Los elfos no vivían mucho más que los brujos, pero su vida se había detenido en el momento en que Al la tomó. Imaginaba que debía de estar a mitad de la treintena. Iba descalza, como casi siempre, y su vestido color violeta tenía algunos tonos negros y dorados. Eran los colores que Al le obligaba a llevar, aunque había que reconocer que aquel no era precisamente un vestido de fiesta.
—Pasa —dijo quedamente, desapareciendo en la oscuridad de la casa.
Yo miré a Keasley. Mostraba una expresión de cautela, pues había percibido mi tensión y la vergüenza que se escondía bajo la actitud desafiante de Ceri. O tal vez se trataba de culpa.
—Ve —dijo como si quisiera que lo resolviéramos cuanto antes para poder saber lo que estaba pasando.
Lo dejé allí sentado y subí las escaleras. Una vez bajo el cobijo de la casa, mi tensión se relajó. No creía que se lo hubiera dicho todavía, lo que significaba que era la culpa lo que la movía a comportarse así.
La mosquitera chirrió y, en ese momento, conociendo el pasado de Keasley, me di cuenta de que la falta de aceite era deliberada. El aroma a secuoya me golpeó mientras seguía el sonido de sus pasos. Era evidente que había dejado atrás el vestíbulo y, tras atravesar la habitación principal y la cocina, había llegado hasta la sala de estar, que se encontraba en un nivel inferior respecto al resto de la casa y que había sido a?adida posteriormente a su construcción.
La parte antigua estaba rodeada de sonidos del exterior y yo me detuve en el centro de la sala de estar. Paseé la mirada por los cambios que había hecho Ceri desde la mudanza: frascos de conserva que servían de jarrones para los ramos de ásteres, plantas de interior que había comprado en el estante de saldos y que había cuidado hasta que recuperaron la salud y que se agrupaban junto a las cortinas sujetas con abrazaderas, lazos en lo alto de las ventanas para recordar a los espíritus errantes que no debían atravesarlas, tapetes que había comprado en el jardín de algún mercadillo particular que decoraban los brazos del sofá, almohadones gastados y franjas de tela que ocultaban los viejos muebles. El conjunto confería a la estancia un efecto limpio, confortable y relajante.
—?Ceri? —la llamé, finalmente, sin tener ni la menor idea de dónde se encontraba.
—?Estoy aquí fuera! —Su voz provenía del otro lado de la puerta, que estaba abierta y sujeta por una higuera en una maceta.
Yo me estremecí. Quería que la conversación tuviera lugar en el jardín tra-sero, su bastión. Genial.
Tras prepararme para el enfrentamiento, salí y la encontré sentada a una mesa de mimbre. Jih no llevaba mucho tiempo ocupándose de él pero, entre el entusiasmo de la pixie y la colaboración de Ceri, en menos de un a?o aquel diminuto espacio había pasado de ser un lugar donde se acumulaba suciedad a una especie de peque?o paraíso.
El lugar estaba dominado por un roble cuyo tronco apenas habría podido abarcar con mis brazos y cuyas ramas inferiores estaban cubiertas de ondean-tes tiras de tela que servían de una especie de cobijo. El suelo de debajo estaba desnudo, pero era tan plano y liso como el linóleo. La valla estaba oculta por una enredadera que intentaba protegerlo de la mirada curiosa de los vecinos, y habían dejado crecer la hierba lejos de la sombra del árbol. Se oía correr el agua desde alguna parte haciendo sonar un ruido como si fuera primavera, y no oto?o. Y también grillos.
—?Qué agradable! —exclamé uniéndome a ella a sabiendas de que mi co-mentario se quedaba corto. Había dispuesto una tetera y dos tazas sobre la mesa, como si supiera que iba a venir. Hubiera dicho que Trent la había advertido, pero Keasley no tenía teléfono.