Fuera de la ley

—Jenks, ?podrías guardar un secreto? —le pregunté aminorando el paso al descubrir que Keasley nos había visto y que estaba dejando el rastrillo. El anciano hombre sufría una forma tan grave de artritis que apenas tenía fuerzas para cuidar el jardín, a pesar de los hechizos que le había estado preparando Ceri para mitigar los dolores.

 

—Puede ser —respondió el pixie, consciente de sus límites. Yo le lancé una mirada amenazante y él hizo una mueca—. De acuerdo. No le contaré a nadie tu jodido secreto. ?De qué se trata? ?Trent lleva un sujetador para hombres?

 

Yo esbocé una breve sonrisa y luego me puse seria de nuevo.

 

—Keasley es León Bairn.

 

—?No me jodas! —exclamó Jenks mientras un repentino destello de luz iluminaba la parte inferior de las hojas—. ?Me tomo una tarde libre y tú descubres que Ceri está embarazada y que vive bajo el mismo techo que una leyenda muerta!

 

Yo sonreí tímidamente.

 

—Trent estaba muy hablador hoy.

 

—?Qué fuerte! —Jenks se quedó pensativo y sus alas adquirieron una to-nalidad plateada—. ?Y por qué te lo dijo a ti?

 

—No lo sé —admití encogiéndome de hombros mientras caminaba desli-zando la punta de los dedos por la valla de tela metálica que bordeaba el jardín de Keasley—. Tal vez quería presumir de saber algo que yo desconocía. Una cosa más, ?te ha dicho Jih que se ha ?arrejuntado? con un tipo?

 

—?Qué?

 

Sus alas se detuvieron de golpe, y yo extendí la mano a toda prisa con un chute de adrenalina. Por fortuna, se repuso antes de caer sobre mi palma. Jenks se alzó de nuevo con la típica expresión de un padre horrorizado.

 

—?Te lo ha dicho Trent? —chilló. Cuando asentí, giró la cabeza hacia los jardines frontales de la casa, que empezaban a mostrar la elegancia que confería la presencia de los pixies incluso en oto?o—. ?La madre que la parió! —dijo—. ?Tengo que hablar inmediatamente con mi hija!

 

Sin esperar a que le respondiera, salió disparado hacia la casa, pero se detuvo bruscamente al llegar a la verja. A continuación se alzó varios centímetros, sacó del bolsillo un minúsculo pa?uelo rojo y se lo ató al tobillo. Era el equivalente pixie a la bandera blanca, y servía para indicar que iba con buenas intenciones y que no pretendía invadir el territorio de nadie. Nunca se lo había puesto para visitar a su hija, y la noticia de que tenía marido debía de provocarle un sentimiento agridulce. Con las alas de una sombría tonalidad azul, voló por encima de la casa en dirección al patio donde Jih había concentrado todos sus esfuerzos en construir un jardín.

 

Sonriendo ligeramente, levanté una mano para saludar a Keasley. Abrí la puerta, y entré.

 

—Hola, Keasley —exclamé mirándolo con un nuevo interés provocado por el conocimiento de su historia. El anciano hombre negro estaba en medio del jardín, con las baratas zapatillas de deporte prácticamente cubiertas por la ho-jarasca. Sus pantalones vaqueros estaban desgastados por el uso, y no porque los hubieran maltratado con un lavado a la piedra, y llevaba una camisa de cuadros rojos y negros que le quedaba algo grande y que probablemente había comprado en algún saldo.

 

Las arrugas que surcaban su rostro hacían que resultara extremadamente fácil leer sus expresiones. Llevaba un tiempo preocupada por el matiz ama-rillo de sus ojos marrones pero, a excepción de la artritis, se podía decir que gozaba de buena salud. Aunque se notaba que en su juventud debía haber sido un hombre alto, en aquel momento sus ojos quedaban, más o menos, a la altura de los míos. La edad había hecho estragos en su cuerpo pero, por suerte, todavía no había afectado a su mente. Era el típico anciano sabio del vecindario y el único que conseguía darme consejos sin que le guardara rencor por ello.

 

Pero lo que más me gustaba de él eran sus manos. Observándolas se podía decir qué tipo de vida había llevado: oscuras, enjutas, huesudas y algo agarrotadas. Sin embargo, resultaba evidente que no tenían miedo de trabajar y eran capaces de lanzar hechizos, coser mordeduras de vampiros y contener ni?os pixies. Le había visto hacer las tres cosas delante de mí, y confiaba en él. A pesar de que fingía ser alguien que no era. Al fin y al cabo, todos lo hacíamos.

 

—Buenas tardes, Rachel —me saludó después de observar con su aguda mi-rada cómo Jenks desaparecía por detrás del tejado dejando tras de sí una estela de polvo de pixie—. Ese jersey te da un aspecto muy oto?al.

 

Yo miré los dibujos rojos y negros. Nunca me había parado a pensarlo.

 

—Gracias. Tú también tienes muy buen aspecto con todas esas hojas alre-dedor. ?Qué tal van tus rodillas?

 

El anciano se dio unas palmaditas en las partes más desgastadas del pantalón con los ojos entrecerrados por el sol.

 

—No tan bien como otras veces, aunque reconozco que he tenido periodos en los que estaba mucho peor. Ceri estuvo en la cocina hasta tarde probando cosas nuevas.

 

Yo aflojé el paso y me detuve en el borde del agrietado camino que conducía hasta la casa. La hierba de alrededor lo había cercenado tanto que en aquel momento apenas medía veinte centímetros de ancho.

 

—Supongo —dije suavemente— que perseguir tipos malos durante toda la vida puede llegar a perjudicar seriamente la salud. Si no tienes cuidado, claro está.

 

Kim Harrison's books