—Lo siento, pero solo atendemos a los clientes que vienen con cita —dijo la mujer mirando mis vaqueros y mi jersey con una expresión que com-binaba la profesionalidad con el educado desdén—. ?Le gustaría pedir cita para el a?o que viene?
Mi pulso se aceleró y ladeé la cadera como respuesta a su implícita pero obvia opinión de que el infierno se helaría antes de que yo tuviera dinero suficiente para comprar un disfraz en su tienda. Yo inspiré profundamente, decidida a preguntarle por los alisadores res de pelo. Era consciente de que, por mucho que presumieran de su capacidad, no conseguirían hacer nada con el mío.
Justo entonces Quen se colocó detrás de mí, demasiado cerca para mi gusto.
—?Ah! ?Ha venido usted con el se?or Kalamack? —preguntó mientras su pálido y anciano rostro se ruborizaba ligeramente.
Yo miré a Quen.
—No exactamente. Me llamo Rachel Morgan y necesito hablar con el se?or Kalamack. Tengo entendido que está aquí.
La mujer me miró boquiabierta y, a continuación, se acercó y me agarró las manos.
—?No me digas que eres la hija de Alice? —preguntó entrecortadamente—. ?Oh! Debería haberme dado cuenta. Os parecéis muchísimo o, mejor dicho, os pareceríais si no fuera por los encantos que utiliza. ?No sabes cuánto me alegro de conocerte!
?Perdón? La mujer movía mi brazo de arriba abajo con entusiasmo y cuando miré a Quen, me di cuenta de que estaba flipando tanto como yo.
—En realidad hoy no estamos abiertos, querida —me confió con una fami-liaridad que me dejó aturdida—. No obstante, si esperas un momento, hablaré con Renfold. Estoy segura de que no le importará quedarse un rato más para atenderte. Los hechizos alisadores de tu madre han salvado nuestra reputación en numerosas ocasiones.
—?Los alisadores de pelo de mi madre? —acerté a preguntar mientras le agarraba la mu?eca y liberaba mi mano de la suya. Ella tenía que hablar seriamente. Aquello estaba sobrepasando los límites. ?Cuánto tiempo llevaba dedicándose al contrabando de hechizos?
La mujer que, según la etiqueta de identificación bordeada de perlas verdes se llamaba Sylvia, me sonrió y me gui?ó un ojo como si fuéramos amigas de toda la vida.
—?No creerás que eres la única que tiene un pelo difícil de hechizar? —dijo. A continuación alargó el brazo y me pasó la mano por el cabello con ternura, como si fuera una preciosidad y no una fuente constante de quebraderos de cabeza—. Nunca entenderé por qué nadie está satisfecho con lo que la natura-leza le ha dado. Creo que es maravilloso que tú te sientas orgullosa del tuyo.
Tal vez ?orgullosa? no era la palabra más acertada para describir lo que opinaba de mi pelo, pero no estaba dispuesta a empezar una discusión sobre peinados.
—Ummm, necesito hablar con Trent. Sigue aquí, ?verdad?
La dependienta parecía sorprendida de que mi relación con uno de los sol-teros más codiciados fuera tan estrecha como para llamarlo por su nombre de pila. Luego miró a Quen y, al ver que asentía con la cabeza, nos condujo hacia el interior de la tienda con un escueto ?Síganme, por favor?.
Una vez que nos pusimos en marcha, empecé a sentirme mejor, a pesar de los murmullos del personal mientras caminábamos detrás de Sylvia por un camino flanqueado de suntuosos vestidos. La tienda despedía un cautivador olor a telas caras y perfumes exóticos unidos a un ligero dejo de ozono que indicaba que allí se hacían y se invocaban líneas luminosas. Otras criaturas terrestres abarcaba todo lo que tenía que ver con los disfraces, de manera que no solo vendían todo tipo de trajes y prótesis, sino también los hechizos necesarios para convertirse en quien tú quisieras. No disponían de tienda on-line, y la única forma de adquirir sus productos era pidiendo cita. No pude evitar preguntarme qué tipo de disfraz estaría buscando Trent.
Quen se había vuelto a colocar detrás de mí, y Sylvia nos condujo por delante de un peque?o mostrador negro, hasta una peque?a entrada con cuatro puertas. Por la forma en que estaban dispuestas, parecían las entradas a las habitaciones de un hotel de lujo y, detrás de una de ellas se podía oír la voz de Trent.
Su suave murmullo me golpeó justo en medio y removió algo. Tenía una voz maravillosa: profunda, resonante, y rica de tonos inexplorados, como el musgo que crecía a la sombra de un bosque moteado por la luz del sol. Estaba segura de que aquella voz había contribuido a que obtuviera unos resultados tan bue-nos en las elecciones de la ciudad, en el caso de que las generosas donaciones a los hospitales y a los ni?os menos favorecidos no hubieran sido suficientes.