Fuera de la ley

David asintió con la cabeza y, tras pensar un momento en el hecho de que estaba prácticamente desnuda, me bajé de la cama y agarré la bata que estaba apoyada sobre el respaldo de la silla.

 

—Todavía tengo un par de chándales —dije poniéndome a toda prisa la prenda de felpa con cierto pudor. No obstante, David, como el perfecto caballero que era, se había girado y estaba mirando hacia el pasillo. Sintiéndome algo incómoda, bajé una pesada caja de la estantería de mi armario y la apoyé sobre la cama.

 

No es que se presentaran muchos hombres desnudos en nuestra iglesia, pero no tenía intención de deshacerme de la ropa que usó Jenks cuando tenía las medidas de persona.

 

Cuando, tras un breve forcejeo, conseguí abrir la caja, me asaltó un aroma a zanahoria silvestre. Mientras rebuscaba con los dedos por entre los fríos tejidos, ^1 dolor de cabeza que sentía disminuyó y el olor a cosas que crecen y a luz solar aumentó. Jenks olía muy bien, y todavía perduraba.

 

—Aquí tienes —le dije tendiéndole los chándales que había encontrado.

 

Con una expresión avergonzada en sus ojos, David los agarró cuidadosamente con sus fauces y se dirigió sigilosamente hacia el pasillo. A pesar de estar en penumbra, los rayos del sol provenientes del salón y de la cocina se reflejaban en las tablas de roble del suelo. Mientras caminaba hacia al ba?o decidí que probablemente se había dejado las llaves y la ropa en el interior del coche, lo que me hizo preguntarme dónde estarían las chicas. David no parecía afligido, de manera que, lo más probable es que estuvieran bien.

 

Reflexionando sobre cómo era posible que David supiera que no iba a tomar café con nadie, cuando ni siquiera le había hablado de mi cita, me metí en el ba?o arrastrando los pies y cerré la puerta con cuidado para no despertar a los demás. En la iglesia no se había hecho el silencio hasta poco antes del mediodía, cuando Ivy y yo nos quedamos fritas y los pixies se fueron a dormir sus cuatro horas de rigor.

 

Mi disfraz, que estaba colgado detrás de la puerta, golpeó la madera. Yo lo sujeté y me quedé escuchando el zumbido de las alas de pixie. En silencio, deslicé mis dedos por el suave cuero con la esperanza de poder ponérmelo. Mientras no consiguiera trincar a quienquiera que estuviera liberando a Al para que pudiera matarme, me encontraba bastante atada a aquella iglesia. Pero por nada del mundo quería perderme la fiesta de Halloween.

 

Desde la Revelación (los tres a?os de pesadilla posteriores a la salida del ar-mario de las especies sobrenaturales) la fiesta había ido ganando fuerza hasta el punto que, en aquel momento, los festejos se prolongaban una semana entera, convirtiéndose en la celebración extraoficial de la Revelación.

 

En realidad la Revelación comenzó a finales del verano del 66, cuando la humanidad empezó a morir por culpa de un virus presente en un tomate ge-néticamente modificado que se suponía que iba a alimentar a la cada vez más numerosa población de los países del Tercer Mundo. Sin embargo, nosotros lo celebrábamos en Halloween, pues coincidía con la fecha en que el inframundo decidió quitarse la careta antes de que la humanidad empezara a preguntarse por qué no moríamos. Se pensó en Halloween porque la celebración ayudaría a mitigar el pánico, y, efectivamente, así fue. La mayor parte de los humanos que habían sobrevivido pensó que se trataba de una broma, lo que evitó el caos durante un día o dos, hasta que se dieron cuenta de que, si no nos los habíamos comido ya, probablemente tampoco lo haríamos en un futuro.

 

Aun así se cogieron un berrinche de mil demonios, pero al menos no la to-maron con nosotros, sino con los genetistas que dise?aron la hortaliza que, en contra de lo previsto, resultó ser letal. Evidentemente, nadie había tenido tan poco tacto como para oficializar la fiesta, pero todo el mundo se tomaba una semana de vacaciones. Los jefes humanos no decían ni una sola palabra cuando sus empleados inframundanos se pedían la baja por enfermedad, y nosotros nos cuidábamos mucho de no mencionar la Revelación. Cierto es que arrojábamos tomates en vez de huevos, pero eran pelados y los llamábamos ?globos ocula-res?. Por lo general los poníamos en cuencos y los teníamos en los porches de nuestras casas junto a las típicas calabazas para tirárselos a los humanos, que se morían de asco solo ante la idea de que uno de ellos les rozara, a pesar de que hacía mucho tiempo que no eran letales.

 

Si me veía obligada a quedarme en la iglesia, me iba a cabrear mucho.

 

En cuanto acabé mi rápida tabla de ejercicios matutina me dirigí a la coci-na. David se había cambiado y, tras poner la cafetera sobre el fuego, se hábil sentado a la mesa donde había colocado dos tazas vacías. El sombrero que había olvidado la noche anterior estaba junto a él. Tenía muy buen aspecto con aquel espeso e incipiente pelaje negro y su larga melena al viento. Nunca lo había visto tan informal y resultaba muy agradable.

 

—Buenos días —dije en medio de un bostezo. él se giró y respondió al sa-ludo—. ?Qué tal os fue la cacería? ?Lo pasaron bien las chicas?

 

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