Yo me incorporé de golpe y contuve la respiración mientras todos los pixies que había en el santuario se elevaban repentinamente unos dos metros y medio. El ambiente se llenó de chillidos y gritos y, de pronto, un montón de peque?os murciélagos de papel empezó a balancearse con gracia en sus cuerdas.
—?Rex! —gritó Jenks aterrizando justo delante del animal de ojos negros que se había quedado quieto fascinado por el arrollador estímulo sensorial de veintitantos pedazos de papel balanceándose—. ?Eres un gato malo! Me has dado un susto que te cagas. —A continuación, dirigiendo la vista hacia las vigas, preguntó—: ?Estáis todos bien?
—Sí, papá —gritaron alternativamente sus hijos haciendo que me dolieran las órbitas de los ojos.
En ese momento Matalina salió del escritorio y, con los brazos en jarras, silbó con todas sus fuerzas. A continuación se alzó un coro de quejas de des-ilusión y los murciélagos se cayeron. Un enjambre de pixies se desvaneció en el escritorio dejando a los tres hijos mayores que se quedaron sentados en las vigas con las piernas colgando como si fueran centinelas improvisados. Uno de ellos empu?aba el clip de Jenks y yo sonreí. El gato de Jenks pisoteó uno de los murciélagos de papel e ignoró a su diminuto due?o.
—?Jenks…! —le advirtió Matalina—. Teníamos un trato.
—Pero cari?o… —gimió Jenks—. Hace mucho frío fuera. Estaba acostumbrada a vivir en el interior de una casa hasta que la adoptamos. No es justo obligarla a quedarse fuera solo porque nos hayamos mudado dentro.
Matalina desapareció en el interior del escritorio, con su diminuto y angelical rostro crispado. Jenks fue tras ella como una flecha, con una mezcla de hombre joven y padre maduro. Con una sonrisa, agarré a Rex y me dirigí hacia la puerta y hacia las dos figuras que seguían de pie, vacilantes, en el umbral. No tenía ni idea de cómo íbamos a manejar este nuevo inconveniente. Tal vez podía apren-der cómo hacer una barrera que dejara pasar a la gente pero que mantuviera fuera a los felinos. Se trataba tan solo de modificar una línea luminosa. Una vez había visto a alguien hacerlo de memoria, y Lee había puesto una barrera delante de la gran ventana de Trent. No podía ser tan difícil.
Mi sonrisa se hizo más amplia cuando el cartel de encima de la puerta iluminó el rostro de los recién llegados. No se trataba de un cliente potencial.
—?David! —exclamé al verlo junto a un hombre que me resultaba vaga-mente familiar—. Ya te dije antes que estaba bien. No hacía falta que vinieras.
—Ya sé cómo quitas importancia a las cosas —dijo el hombre más joven re-lajando el rostro y esbozando una tenue sonrisa mientras Rex intentaba escapar de mis brazos—. Cuando dices ?bien?, lo mismo te refieres a una magulladura como que puedes estar casi en coma. Y cuando recibo una llamada de la SI sobre mi hembra alfa, me lo tomo muy en serio.
Sus ojos se quedaron mirando al cuello donde Al me había agarrado. Tras dejar el gato, que se removía violentamente, le di un rápido abrazo. Su complicado y salvaje aroma que, a diferencia del de la mayoría de los hombres lobo, era rico en matices de tierra y luna, me cautivó. Retrocedí, sin soltarle los brazos, y lo miré a los ojos para evaluar su estado. David había recibido una maldición en mi lugar y, a pesar de que insistía en que le gustaba el foco, me preocupaba que un día el hechizo se apoderara de él.
David apretó con fuerza la mandíbula intentado dominar el impulso de huir, que nacía de la maldición y no de él mismo, y a continuación sonrió. Aquella cosa me tenía terror.
—?Todavía lo tienes? —le pregunté, soltándole los brazos.
él asintió con la cabeza.
—Y todavía me encanta —contestó agachando brevemente la cabeza para ocultar la necesidad de echar a correr que relucía detrás de sus ojos oscuros. Luego se giró hacia el hombre que lo acompa?aba.
—?Te acuerdas de Howard?
—?Ah, sí! Nos conocimos el a?o pasado, en el solsticio de invierno —respondí estirando la pierna para impedir que Rex volviera a entrar y extendiendo la mano hacia el hombre más mayor. Tenía las manos frías debido a la temperatura del exterior y, probablemente, a la mala circulación—. ?Qué tal te va?
—Bueno, intento mantenerme ocupado —resopló haciendo que las puntas de su pelo gris se movieran—. Nunca debí aceptar la jubilación anticipada.
David se sacudió las botas y murmuró:
—Te lo advertí.
—Pero por favor, entrad —dije yo agitando el pie hacia la disgustada gata para indicarle que se marchara—. Rápido. Antes de que Rex os siga.