En la parte posterior del oscuro vestíbulo estaba el piano de un cuarto de cola de Ivy, que utilizaba muy de vez en cuando; y en la esquina frontal, al otro lado de mi escritorio, habíamos colocado un grupo de muebles nuevos que nos permitía disponer de un lugar donde entrevistar a los posibles clientes sin tener que obligarlos a cruzar toda la iglesia para llegar a nuestro salón privado, que estaba justo al fondo. Ivy había preparado un plato con galletas saladas, queso y arenques en vinagre y lo había puesto en la mesita de centro, pero fue la mesa de billar la que atrajo mi atención en ese momento. Había pertenecido a Kisten, y sabía que la razón por la que me quedaba mirándola era porque lo echaba de menos.
Ivy y Jenks me la habían regalado por mi cumplea?os y, de todas sus per-tenencias, era la única que la vampiresa había conservado, a excepción de sus cenizas y de un montón de recuerdos. Creo que me la había regalado porque quería darme a entender que él había sido una persona muy importante para ambas. Había sido mi novio, pero también el compa?ero de piso de Ivy y su confidente, y probablemente la única persona que comprendía realmente el infierno que le había hecho pasar su maestro vampiro con su pervertida idea de lo que era el amor.
Las cosas habían cambiado radicalmente en los tres meses posteriores a que Skimmer, la antigua novia de Ivy, matara a Piscary y acabara en prisión acu-sada injustamente de asesinato. En vez de la esperada guerra con los vampiros secundarios de Cincy luchando por imponer su dominación, había tomado cartas en el asunto un nuevo maestro vampírico procedente de fuera del esta-do y que era tan carismático que nadie se atrevió a retarlo. Desde entonces yo había aprendido que traer sangre nueva era algo de lo más habitual y que los estatutos de Cincinnati preveían una serie de medidas para hacer frente a la repentina ausencia de un líder.
No obstante, sí resultaba bastante insólito que, en lugar de traerse su propia camarilla, el nuevo maestro vampírico hubiera optado por adoptar a todos y cada uno de los vampiros desplazados de Piscary. Aquel gesto piadoso evitó los riesgos de una desagradable revuelta vampírica que nos habría puesto a mi compa?era y a míen serio peligro. Que el vampiro entrante fuera Rynn Cormel, el hombre que había gobernado el país durante la Revelación, probablemente tenía mucho que ver con la rápida aceptación de Ivy. Normalmente requería mucho tiempo ganarse su respeto, pero era difícil no admirar a alguien que había escrito una guía sexual para vampiros que había vendido más ejemplares que la Biblia postrevelación y que, además, había sido presidente.
En realidad yo todavía no había tenido ocasión de conocerlo, pero Ivy decía que era tranquilo y formal y que, cuanto más lo conocía, más le gustaba. Si era su vampiro maestro, antes o después acabarían teniendo una cita de sangre. ?Uau! No creía que lo hubiera hecho ya, pero Ivy era muy reservada con este tipo de cosas, a pesar de su merecida reputación. Supongo que debía haberme sentido agradecida por que no hubiera tomado a Ivy como sucesora y haber convertido mi vida en un infierno. Rynn se había traído su propio vástago, se trataba de una mujer, y era el único vampiro vivo que había venido de Washington con él.
De ese modo, tras la muerte de Kisten, Ivy tenía un nuevo vampiro maestro, y yo tenía una mesa de billar en la parte frontal de mi casa. Yo sabía que la relación entre una bruja de sangre casta y un vampiro vivo no tenía mucho futuro. A pesar de todo, había estado muy enamorada de él, y el día que descubrí que Piscary le había entregado una tarjeta de agradecimiento estuve a punto de afilar mis estacas y hacerle una visita. Ivy estaba ocupándose de ello, pero Piscary le retuvo su mano con tanta fuerza los días anteriores a la muerte de Kisten, que apenas recordaba nada. Al menos ya no creía que lo había matado ella, cegada por los celos.
Intentando relajarme, me senté en el borde de la mesa, saboreando el carac-terístico aroma a incienso de los vampiros y el olor a tabaco que desprendía el tapete verde de fieltro que actuaba en mí como un bálsamo. Estos se mezclaban con el olor a concentrado de tomate y el sonido de jazz melancólico provenientes de la parte trasera de la iglesia, y que me hacían rememorar los amaneceres que pasé en el loft de la discoteca de Kisten golpeando las bolas de billar sin ton ni son mientras esperaba a que él cerrara el local.
En ese momento cerré los ojos intentado deshacer el nudo que me oprimía la garganta, alcé las rodillas para apoyar los talones en el borde y rodeé mis espinillas con los brazos. Entonces sentí en la cabeza el calor cercano proveniente de la gran lámpara Tiffany que había instalado Ivy sobre la mesa.
Los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas e intenté tragarme el dolor. Yo no era de las que necesitaban un hombre para sentirse bien consigo mis-mas pero, cuando entre dos personas existía un sentimiento tan profundo, era imposible no sufrir por ello. Tal vez había llegado el momento de dejar de rechazar a todos los tipos que me proponían una cita. Ya habían pasado tres meses. Entonces me asaltó un sentimiento de culpa que me hizo contener la respiración. ?Tan poco significaba Kisten para ti?