Absorta en estos pensamientos, mis ojos se toparon con Jenks que, mirando a Matalina, desprendía una delicada nube de polvo de satisfacción. Su bellísima esposa estaba estupenda. Se había encontrado bien todo el verano, pero yo sabía que, con la llegada del frío, Jenks no le quitaba ojo de encima. Atendiendo a su aspecto físico, Matalina no debía de tener más de dieciocho a?os, pero la esperanza de vida de los pixies rondaba los veinte y se me partía el corazón al pensar que era solo cuestión de tiempo que empezáramos a mirar a Jenks de la misma manera. El que dispusieran de lugar seguro donde vivir y una cantidad de víveres suficiente no podía hacer gran cosa para prolongarles la vida. Teníamos la esperanza de que suprimir su necesidad de hibernar les beneficiara, pero los privilegios de la buena vida, la corteza de sauce y las semillas de helecho tenían una eficacia limitada.
Girándome antes de que Jenks pudiera percibir mi amargura, puse los brazos en jarras y me quedé mirando el desorden de mi escritorio.
—?Perdonad! —dije alzando la voz todo lo que podía mientras intentaba abrirme paso con las manos entre las hijas mayores de Matalina. Parloteaban a tal velocidad que parecía que hablaran en otro idioma—. Si me dejáis, os aparto todas estas revistas.
—?Gracias, se?orita Morgan! —gritó una de ellas alegremente. A conti-nuación se levantó y, con cuidado, retiré de debajo de ella una pila de números atrasados de Brujería moderna para jóvenes de hoy. Nunca las había leído, pero había sido incapaz de despachar al ni?o que vino a hacerme la suscripción. Con el montón en las manos, dudé si tirarlas a la basura o si colocarlas junto a mi cama para leerlas algún día, y al final opté por dejarlas encima de la silla giratoria y aplazar la decisión hasta más tarde.
En aquel instante descubrí un trozo de papel negro sobrevolando nuestras cabezas. Se trataba de Jenks, que se paseaba por entre las vigas del techo tirando de un peque?o murciélago de papel que sujetaba por medio de un delgado hilo. El olor a pegamento se mezclaba con el aroma picante del chili que cocía a fuego lento en la vasija de barro que Ivy había comprado a una se?ora que vendía objetos usados en su jardín, y Jenks ató el hilo a una viga y bajó a coger otro. Las volutas de seda y la armonía reinante hicieron que volviera a centrarme en mi escritorio, que se había quedado prácticamente vacío, convirtiendo los diminutos recovecos y los cajones en un paraíso de roble para pixies.
—?Todo listo, Matalina? —pregunté. La diminuta mujer sonrió sujetando un vilano de diente de león que utilizaba para quitar el polvo.
—Esto es fantástico —declaró con despreocupación—. Eres muy generosa, Rachel. Sé muy bien las molestias que podemos llegar a ocasionarte.
—Me encanta que os quedéis con nosotras —respondí consciente de que antes de que acabara la semana me encontraría un montón de pixies tomando el té en el cajón de las especias—. Vuestra presencia aporta vida a este lugar.
—Querrás decir ruido —dijo suspirando mientras miraba a la parte delantera de la iglesia y a los papeles que había colocado Ivy para proteger el suelo de madera de las manualidades. Tener aun montón de pixies viviendo en la iglesia era una verdadera lata, pero estaba dispuesta a cualquier cosa para posponer un a?o más lo inevitable. Si hubiera existido un hechizo o conjuro, lo habría usado sin pensármelo dos veces, independientemente de si era legal o no. Pero, por desgracia, no lo había. Lo había buscado. En varias ocasiones. La esperanza de vida de los pixies era esa.
Sonreí con melancolía a Matalina y a sus hijas mientras realizaban las tareas domésticas y, tras bajar la persiana de la parte superior del escritorio para dejar la ya tradicional distancia de dos o tres centímetros, agarré mi portapapeles y busqué un lugar donde sentarme. En él había una lista creciente de formas de detectar invocaciones demoníacas. En el margen había un breve registro de gente que podría querer verme muerta. Pero había modos más seguros de ma-tar a alguien que mandarle un demonio para que lo persiguiera, y yo apostaba cualquier cosa a que la primera lista me sería mucho más útil para averiguar que estaba invocando a Al que la segunda. Una vez que hubiera liquidado a los sospechosos locales, empezaría a considerar a los del resto del estado.
Las luces estaban al máximo de su potencia y teníamos la calefacción encen-dida para contrarrestar el aire fresco del exterior, convirtiendo la noche oto?al en una especie de mediodía veraniego.
Hacía mucho que la nave de la iglesia había dejado de ser lo que era. Para empezar, el altar y los bancos habían sido retirados incluso antes de que yo me mudara, dejando un maravilloso espacio abierto con estrechas ventanas con vidrieras que llegaban desde la altura de la rodilla hasta el alto techo. Mi escritorio se encontraba sobre la plataforma central, a la derecha de donde se había encontrado el altar mayor.