Fuera de la ley

—Baja del tapete —oí que decía la voz de Ivy sacándome de mi remolino de sentimientos. Yo abrí los ojos de golpe. Estaba al principio del pasillo que conducía al resto de la iglesia, con un plato de galletas saladas y arenques en vinagre en una mano y dos botellas de agua en la otra.

 

—No te preocupes, no voy a romperlo —le dije bajando las rodillas y sen-tándome con las piernas cruzadas, pero resistiéndome a moverme porque el único otro lugar en el que podía sentarme era enfrente de ella. Era más sencillo mantener la distancia que afrontar la tensión que había entre nosotras y que crecía más y más. Ivy deseaba hundir sus colmillos en mi cuello, y yo quería que lo hiciera, pero las dos sabíamos que no era una buena idea. Lo habíamos intentado una vez y no había ido demasiado bien, pero yo era la típica perso-na que tropezaba dos veces en la misma piedra, incluso a pesar de que había decidido cambiar.

 

En ese preciso instante mis dedos, como si actuaran por su cuenta, se dirigie-ron a mi garganta y a las protuberancias casi imperceptibles que estropeaban mi absolutamente inmaculada piel. Al ver dónde ponía la mano, Ivy se plegó con dignidad en una silla detrás del plato de galletas saladas. Luego sacudió la cabeza haciendo que las puntas doradas de su pelo corto, liso y de un color negro pecaminoso, brillara de forma seductora y frunció el ce?o como un gato que hubiera recibido un rapapolvo.

 

Bajé la mano y fingí leer lo que estaba escrito en mi sujetapapeles, que en ese momento reposaba sobre mi regazo. A pesar de la mueca, Ivy parecía relajada mientras se recostaba en la tapicería de cuero negro con un aspecto agradablemente agotado después de su vespertina sesión de ejercicios. Se había puesto un enorme y deformado jersey gris encima de su ajustado equipo deportivo pero, aun así, no conseguía ocultar su esbelta y atlética figura. Su rostro ovalado todavía resplandecía por el esfuerzo y podía sentir sus ojos marrones mirándome mientras se esforzaba por sofocar el ligero deseo de sangre que había despertado mi reacción de sorpresa cuando me había sobresaltado.

 

Ivy era una vampiresa viva, la única heredera viva del estado de Tamwood, lo que despertaba la admiración de sus parientes vivos y la envidia de los no muertos. Como todos los vampiros vivos de alta alcurnia, poseía una buena parte de las ventajas de los no vivos, pero ninguno de los inconvenientes, como la ligera vulnerabilidad o la incapacidad de tolerar lugares u objetos santificados. De hecho, vivía en una iglesia para hacer enfadar a su madre no muerta.

 

Concebida como vampiresa, se convertiría en una no muerta en un abrir y cerrar de ojos si muriera sin ningún da?o que no pudiera reparar el virus vampírico. Solo los de humilde cuna, los guls, necesitaban más atención para dar el salto a la inmortalidad maldita.

 

Movidas por el aroma y las feromonas, entre nosotras se desarrollaba un baile continuo de deseo, necesidad y voluntad. Pero yo necesitaba que me protegieran de los no muertos, que se aprovecharían de mí y de mi cicatriz no reclamada, y ella necesitaba a alguien que no fuera detrás de su sangre y que estuviera dispuesta a decir no al éxtasis que proporcionaba el mordisco de un vampiro. Además, éramos amigas. Lo éramos desde que habíamos trabajado juntas para la SI, cuando una cazadora experta ense?aba a una novata cómo funcionaban las cosas. Se suponía que yo, ummm, era la novata.

 

Su deseo de sangre era muy real, pero al menos no la necesitaba para so-brevivir, como les sucedía a los no muertos. A mí no me importaba que saciara sus ansias con quien quisiera, en vista de que Piscary la había deformado de tal manera que era incapaz de separar el amor de la sangre o del sexo.

 

Ivy era bisexual, así que, para ella, la cosa no tenía demasiada importancia. Yo me mantenía firme, al menos desde la última vez que me había puesto a prueba, pero después de comprobar la sensación tan placentera que podía proporcionar un encuentro de sangre, todo se había vuelto doblemente confuso.

 

Había tardado un a?o, pero al final tuve que admitir que no solo respetaba a Ivy, sino que, en cierto modo, también la quería. Pero no pensaba acostarme con ella solo para que hundiera sus colmillos en mi cuello, a menos que me sintiera verdaderamente atraída por ella y no solo por la forma en que conseguía que me bullera la sangre, suspirando por llenar el vacío que Piscary había dejado en su alma, a?o tras a?o, y mordisco a mordisco…

 

Nuestra relación se había vuelto muy complicada. O tenía que acostarme con ella para compartir sangre de forma segura, o podíamos intentar dejarlo en un simple intercambio de sangre y correr el riesgo de que perdiera el control y tuviera que estamparla contra la pared para evitar que me matara. Según Ivy; podíamos compartir sangre sin hacernos da?o si había amor, o podíamos compartir sangre sin amor y que yo le hiciera da?o. No había un punto inter-medio, y la cosa no pintaba bien.

 

Ivy se aclaró la garganta. Fue un sonido muy suave, pero los pixies se que-daron en silencio.

 

—Vas a estropear el tapete —dijo casi en un gru?ido.

 

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