Fuera de la ley

Mi madre no estaba al tanto del ?incidente de la blasfemia?.

 

—Los demonios femeninos no existen —dijo mi madre revolviendo en su bolso y sacando un espejo y una barra de labios—. Tu padre siempre lo decía.

 

—Pues, por lo que parece, estaba equivocado —dije. A continuación agarré un tenedor, pero volví a dejarlo inmediatamente. Había perdido las ganas de tarta de queso con cinco sorpresas antes. Con el estómago cerrado me volví hacia Minias y pregunté—: Entonces, ?quién se ocupa de vigilar a Newt?

 

El rostro del demonio perdió de repente todo vestigio de diversión.

 

—Uno de esos jóvenes punks —respondió con resentimiento, sorprendién-dome por la moderna frase.

 

Jenks, en cambio, estaba encantado.

 

—Perdiste a Newt tantas veces que, al final, te sustituyeron por un demonio más joven. ?Me encanta!

 

La mano de Minias empezó a temblar y, súbitamente, sus dedos soltaron el tazón justo cuando se oyó un leve crujido de la porcelana.

 

—Ya basta, Jenks —le ordené, preguntándome en qué medida el hecho de que Minias se quedara sin trabajo era debido a las veas que Newt se había es-capado de su vigilancia y cuánto se debía a su incapacidad para tomar decisiones respecto a su seguridad. Los había visto juntos, y era evidente que Minias sentía cari?o por ella. Probablemente demasiado para encerrada cuando era necesario.

 

—?Cómo esperaban que la sedujera y que, al mismo tiempo, mantuviera su observancia de las normas? —gru?ó—. Eso es imposible. Esos malditos burócratas no tienen ni las más mínimas nociones sobre las reglas del amor y la dominación.

 

?Seducirla? En aquel momento arqueé las cejas, pero una sensación helada me atravesó cuando vi su expresión de rabia y frustración. De repente se hizo el silencio, espeso e incómodo, dando la sensación de que los clientes de las otras mesas hubieran alzado la voz. Al ver que lo mirábamos fijamente, Minias intentó relajarse. Su suspiro fue tan débil que no estaba segura de si había sido producto de mi imaginación.

 

—No podemos permitir que Al se salte las reglas y se vanaglorie de ello —dijo como si no acabara de mostrarnos el dolor de su alma—. Si consigo controlarlo, podré volver a supervisar a Newt.

 

—?Rachel! —exclamó mi madre mostrando de nuevo li familiar máscara de desenfadada inocencia—. Es un cazarrecompensas. ?Igual que tú! Deberíais quedar algún día para ir al cine o algo así.

 

—?Mamá! Es un… —vacilé—. No es un cazarrecompensas —dije a punto de soltar que era un demonio—. Y desde luego, no es un ligue potencial —a?adí con sentimiento de culpa. La había sometido a mucha presión y estaba vol-viendo a repetir el mismo patrón de conducta. Maldiciéndome a mí misma, me concentré de nuevo en Minias, deseando zanjar todo aquel asunto y largarme cuanto antes—. Lo siento —dije intentando disculpar a mi madre.

 

El rostro de Minias mostraba la misma expresión impasible.

 

—No me van las brujas.

 

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no ofenderme por su comentario, pero Jenks me salvó de no quedar como una perfecta gilipollas cuando empezó a batir las alas a toda velocidad para captar la atención de todos los presentes.

 

—A ver si me aclaro —dijo levantando el vuelo y haciendo que corriera un poco de aire sobre la pegajosa mesa con una mano apoyada en la cadera y la otra apuntando hacia Minias con el clip—. ?Te has quedado sin tu cómodo trabajo de canguro, y ahora intentas enderezar a un demonio con un poder y unos recursos limitados sin conseguirlo?

 

—No se trata de enderezarlo —protestó Minias indignado—. Podemos cogerlo. El problema es que no hay manera de contenerlo después del ocaso. Como ya he dicho, alguien está invocándolo y sacándolo de su reclusión.

 

—?Y no podéis detenerlo? —pregunté pensando en las bridas hechizadas que la SI utilizaba para evitar que los profesionales de líneas luminosas las utilizaran para escapar de prisión.

 

Minias sacudió la cabeza y sus gafas captaron la luz.

 

—No. Lo capturamos, lo recluimos y, cuando se pone el sol, reaparece, des-cansado y alimentado. Se está riendo de nosotros. De mí, para ser más exactos.

 

Y disfracé mi estremecimiento bebiendo un sorbo de café.

 

—?Tenéis idea de quién está haciéndolo? —Mis pensamientos se fueron a Nick, y el café se volvió como ácido en mi estómago.

 

—Ya no —respondió Minias rascando el suelo lleno de arena con las botas—. Pero, en cuanto lo averigüe, morirán.

 

Genial, pensé buscando a tientas la mano de mi madre bajo la mesa y apre-tándola con fuerza.

 

—?Y a ti? ?Se te ocurre quién podría estar ayudándole? —preguntó a su vez Minias.

 

Kim Harrison's books