Fuera de la ley

—Ey, Rache —dijo Jenks llenándome el jersey de polvo dorado—. ?No es este el local donde…?

 

—Sí —le interrumpí intentando evitar que Minias tuviera más conocimiento de mi vida de lo estrictamente necesario. El demonio estaba desdoblando una servilleta de papel y la estaba colocando meticulosamente sobre sus rodillas cubiertas de tela vaquera como si se tratara de seda. Al recordar la noche en que decidí dejar la SI, me invadió una sensación de desasosiego. Empezar una actividad independiente con una vampiresa en la que ofrecíamos servicios de cazarrecompensas, escolta y bruja para todo sin tener ni idea de cómo se hacía, había sido una de las decisiones más estúpidas y a la vez más acertadas que había tomado en toda mi vida. La cosa había funcionado porque, tal y como sostenían Ivy y Jenks, yo vivía al borde del abismo porque era adicta a los subidones de adrenalina.

 

Tal vez había sido así tiempo atrás, pero en ese momento ya no. Haber tenido que enfrentarme al convencimiento de haber matado a Jenks y a Ivy con uno de mis trucos había hecho que me curara al cien por cien, y la muerte de Kisten me había terminado de ense?ar la lección. De todas todas, y para demostrarlo, estaba decidida a rechazar la oferta de Minias, independiente-mente de lo que me propusiera. No volvería a repetir los errores del pasado. Podía cambiar mi forma de actuar. Y lo haría. E iba a empezar en ese preciso instante. Ya verás.

 

—?El café está listo! —gritó el chico. En ese momento Minias se quitó la servilleta del regazo como si tuviera intención de levantarse.

 

—Ya voy yo —dije entonces, intentando reducir al máximo sus interacciones con el resto de personas.

 

Minias aceptó sin rechistar. De pronto, justo cuando me disponía a levantarme, fruncí el ce?o. Tampoco me hacía ninguna gracia dejarlo solo con mi madre.

 

—?Por el amor de Dios, Rachel! —dijo ella, poniéndose en pie y haciendo que su cartera cayera con fuerza sobre la mesa—. Yo lo traeré.

 

Minias la cogió del brazo y a mí se me pusieron los pelos de punta.

 

—En ese caso, Alice, ?te importaría traer también la canela? —le preguntó.

 

Mi madre asintió, separándose lentamente de los dedos de Minias. Conforme se alejaba, se llevó la mano al lugar donde este la había agarrado.

 

—No se te ocurra tocar a mi madre —lo amenacé, sintiéndome mejor al ver que Jenks se posaba sobre la mesa y adoptaba una postura agresiva mientras agitaba las alas con actitud desafiante.

 

—Necesita que alguien la toque —respondió Minias secamente—. Hace doce a?os que nadie lo hace.

 

—Pero no necesita que seas tú quien lo haga.

 

Seguidamente, me recosté en la silla con los brazos cruzados. Entonces miré a mi madre, que en aquel momento coqueteaba con el chico de la barra como solo una mujer mayor lo haría, y me detuve. Desde la muerte de papá no había vuelto a casarse, y ni siquiera había salido con nadie. Sabía que se vestía a propó-sito con ropa que le hacía mayor para ahuyentar a posibles pretendientes. Con la indumentaria y el corte de pelo adecuado, estaba convencida de que habría podido pasar por mi hermana mayor. Como bruja, podía vivir más de ciento sesenta a?os y, aunque la mayoría esperaba hasta los sesenta para formar una familia, Robbie y yo nacimos cuando todavía era muy joven, lo que la obligó a renunciar a una prometedora carrera para ocuparse de nosotros. Tal vez se trató de un accidente. Quizá se habían dejado llevar por la pasión.

 

Aquella idea dibujó una sonrisa en mi rostro, pero me obligué a hacerla desaparecer cuando me di cuenta de que Minias me estaba mirando.

 

En ese momento me enderecé al ver que mi madre se acercaba con un bote de canela y su ración de tarta de queso seguida por el chico de la barra, que traía los cafés.

 

—Gracias, Mark —le dijo después de que hubiera colocado todo sobre la mesa y hubiera dado un paso atrás—. Eres un chico encantador.

 

El suspiro de Mark me hizo sonreír. Estaba claro que no había quedado muy satisfecho con el título. Entonces me miró, luego dirigió la mirada hacia Jenks y se le iluminaron los ojos.

 

—?Eh! —exclamó mientras se colocaba la bandeja bajo el brazo—. Me parece que nos hemos visto antes en alguna…

 

En ese momento me hubiera gustado que me tragara la tierra. La mayoría de las veces la gente me reconocía, sobre todo por las imágenes televisivas en las que se veía a un demonio arrastrándome por la calle con el culo por tierra. El noticiario local las había incorporado a su cabecera. Y en cierto modo, me gustaba aquel tipo con esquís pasando por la línea de meta girando sobre sí mismo y sufriendo por la derrota.

 

—No —respondí sin poder mirarlo a la cara mientras retiraba la tapa de mi taza. Ah, café.

 

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